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Quienes desean impulsar un cambio (en su empresas, en sus comunidades, en sus familias, etc…), se esfuerzan porque las personas mejoren su desempeño y cambien sus conductas inefectivas. En respuesta a este desafío, los impulsores del cambio emprenden diversas acciones: brindan retroalimentación sobre el desempeño, ofrecen capacitación, ponen a disposición de las personas más recursos y tecnología y ensayan diferentes medios para motivarlas. Sin embargo, en más de una ocasión estas medidas no resultan en un cambio sustancial y sostenible. ¿Por qué? Fundamentalmente, porque -cuando se trata de ayudar a otras personas a cambiar- se suelen olvidar dos cosas importantes: 1) para que alguien cambie, no alcanza con apelar a su entendimiento, a sus emociones, o a su voluntad. Suele cometerse el error de pensar que -por decirle a una persona qué se necesita y plantearle las consecuencias de no obtenerlo- se logrará un cambio. Tal vez se logre por un tiempo, pero no se podrá sostener en el largo plazo. Para cambiar, a las personas no les alcanza con saber -o entender- más, ni con desear -o temer- más.2) la transformación siempre comienza por uno mismo. Muchos promotores del cambio piensan que aprender y cambiar es tarea de los demás. Pero todo cambio y mejora que esperen en otras personas, primero deben vivirlos ellas mismas.
Ignorar esto contribuye directamente con el fracaso de las iniciativas de cambio, porque lleva al promotor del cambio a orientarse a las técnicas, los programas y los métodos de mejora del desempeño. Estos procedimientos apuntan a cambiar conductas, motivaciones, estados de ánimo, actitudes, procesos de trabajo y conocimientos… pero estos son sólo aspectos superficiales del cambio. Existe una dimensión mucho más profunda del cambio, que tiene que ver con las percepciones de las personas. Si no se trabaja en la construcción de estas percepciones, sólo se estarán atacando los síntomas de un desempeño inefectivo. Las personas no actuamos simplemente a partir de la información con la que contamos, los recursos de los que disponemos y la motivación que recibimos. Actuamos -principalmente- de acuerdo a la forma que tenemos de observar la realidad y darle sentido. Cada uno de nosotros interpreta el mundo de una determinada manera y tiene una forma de pararse ante la vida y de encontrar coherencia a sus experiencias. Miramos el mundo y a nosotros mismos, según el tipo de observador que somos.
Por lo tanto, para cambiar, una persona necesita ver de un modo diferente, o -lo que es lo mismo- convertirse en un nuevo tipo de observador. Sólo modificando su forma de percibir e interpretar la realidad, puede alguien visualizar nuevas posibilidades de acción. Los cambios de conducta, siempre van precedidos de cambios de conciencia. El rol de quien facilita o promueve un cambio, es ayudar a las personas a convertirse en nuevos observadores, para que luego puedan ser nuevos actores. En segundo lugar, el promotor del cambio necesita aprender a conocerse. El autoconocimiento permite explorar las fortalezas y debilidades propias, en lo que refiere a sentimientos, motivaciones, reacciones y pensamientos. Su importancia es trascendental, ya que no existe cambio más importante que aquel que transforma la visión de una persona sobre sí misma. Conocerse a sí mismo es una competencia de liderazgo, porque tener acceso al mundo propio es una condición para acceder al mundo de los demás. Para liderar un cambio efectivamente, es preciso cambiar la forma de cambiar… tanto a los demás, como a uno mismo. Esta es la única manera que tiene una persona de vencer los obstáculos a su influencia como líder y ayudar a las personas a vencer sus propios obstáculos a la mejora del desempeño. |
Extraido de «El club de la Efectividad»
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