– Cuando era muy chiquitito, una vez, ¡no voy a olvidarlo nunca!, estaban construyendo una casa enorme en el barrio donde vivía. Leer más..." />
– Cuando era muy chiquitito, una vez, ¡no voy a olvidarlo nunca!, estaban construyendo una casa enorme en el barrio donde vivía. Unos chicos, no tan chiquititos –sin querer queriendo; o sea con querer queriendo- me tiraron sobre el cuerpo algunas piedritas, cantos rodados ¿viste?, de esos que de a uno son inofensivos, pero que todos juntos duelen un poco bastante.
Por entonces no sabía cómo defenderme. ¿Sabés lo que hice? Coleccioné una a una cada piedra, y me las guardé. Hoy soy un hombre –bastante grande por cierto- y todavía esas minúsculas partículas me permiten seguir construyendo casas …¿Qué cosa, no?
No hay momento más sensible en la vida de una persona que el día en que nace. Los hechos posteriores serán determinantes para abonar o no ese campo de invenciones que regalará sus frutos en la adultez, más aún si ese bebé ha sido expuesto a los rayos ultravioletas de los problemas cotidianos. Estamos también los emprendedores que, porque sabemos esto y porque lo necesitamos, nos proponemos nacer todos los días y exponernos un ratito como niños a los avatares de la creatividad emprendedora. Así tal vez logramos el relativo éxito –y digo relativo porque cada día tendremos que conseguirlo desde adentro- que nos conduce a hacer con nuestro hobby de inventar e imaginar, nuestra responsabilidad diaria, algo más estructurada, pero más rentable económicamente; esto último por lo irremediable de la subsistencia. Porque un hobby -por serlo-, tal vez se convierte en el motor sensible para el cumplimiento de nuestras responsabilidades, algo más estructuradas y rutinarias. Inventar a cada paso, improvisar y actuar por la consecuencia de una emoción, hace que de la galera de la razón y de las ideas salga algo tan armónico cómo mágico. Bello como una poesía. O como esa baldosa que pisaste antes de entrar a la oficina, y tan particular te resultó.
No hay momento en el que estemos más expuestos a ser irremediablemente sensibles que aquél en el que vemos por primera vez la cara de nuestra madre. Y deseamos inventarle una burbuja de felicidad donde instalarla para siempre. Porque, al principio, solo deseamos a partir de otro, sólo vemos nuestra propia alegría en el rostro de los demás. Luego vamos andando, sí, vamos andando, tropezando, frustrándonos, recibiendo besos, abrazos, y hasta agresiones, entonces aprendemos a ser felices nosotros para compartir nuestra felicidad –también relativa y diaria- con aquellos a los que amamos.
No hay momento en el que estemos más expuestos. Y cuando somos adultos tal vez pensamos que nos dejaron mucho tiempo al servicio de las garras del sol dañino, que nos dejaron quemar por el fuego del desamparo, que nos hicieron daño, que hicieron lo que pudieron. Entonces transformamos todo eso –si es que aprendemos a canalizarlo provechosamente- en inventiva, en creación, en nuestra gran empresa, donde bien pueden verse sillas con rueditas, y escritorios, y computadoras; donde solo un emprendedor podrá leer una historia, percibir la emoción mayúscula del creador. Del constructor. Del destructor de destrucciones.
Es preciso, para nuestra salud y para nuestro instante diario de aire fresco, que construyamos algo. Que nos escuchemos un poco. Y que demos a luz una muestra de nuestro arte.
Porque sí es verdad que el momento culmine de la exposición es cuando nacemos. Pero también es verdad que todos los días somos mariposas, que vamos a morir no bien llegada la noche. Y que es preciso que aprovechemos la fortuna de poder volar cada vez que el tesoro está a la vista, cada vez que logramos negociar con el amanecer un par de alas prestadas. Que se hacen nuestras por propio merecimiento.
Crear es creer que estamos acá para dejar enclavadas nuestras huellas. Y quedarnos para siempre.
Emprender es el resultado de esa magnífica creencia. ¿No creen?
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– Cuando era muy chiquitito, una vez, ¡no voy a olvidarlo nunca!, estaban construyendo una casa enorme en el barrio donde vivía. Unos chicos, no tan chiquititos –sin querer queriendo; o sea con querer queriendo- me tiraron sobre el cuerpo algunas piedritas, cantos rodados ¿viste?, de esos que de a uno son inofensivos, pero que todos juntos duelen un poco bastante.
Por entonces no sabía cómo defenderme. ¿Sabés lo que hice? Coleccioné una a una cada piedra, y me las guardé. Hoy soy un hombre –bastante grande por cierto- y todavía esas minúsculas partículas me permiten seguir construyendo casas …¿Qué cosa, no?
No hay momento más sensible en la vida de una persona que el día en que nace. Los hechos posteriores serán determinantes para abonar o no ese campo de invenciones que regalará sus frutos en la adultez, más aún si ese bebé ha sido expuesto a los rayos ultravioletas de los problemas cotidianos. Estamos también los emprendedores que, porque sabemos esto y porque lo necesitamos, nos proponemos nacer todos los días y exponernos un ratito como niños a los avatares de la creatividad emprendedora. Así tal vez logramos el relativo éxito –y digo relativo porque cada día tendremos que conseguirlo desde adentro- que nos conduce a hacer con nuestro hobby de inventar e imaginar, nuestra responsabilidad diaria, algo más estructurada, pero más rentable económicamente; esto último por lo irremediable de la subsistencia. Porque un hobby -por serlo-, tal vez se convierte en el motor sensible para el cumplimiento de nuestras responsabilidades, algo más estructuradas y rutinarias. Inventar a cada paso, improvisar y actuar por la consecuencia de una emoción, hace que de la galera de la razón y de las ideas salga algo tan armónico cómo mágico. Bello como una poesía. O como esa baldosa que pisaste antes de entrar a la oficina, y tan particular te resultó.
No hay momento en el que estemos más expuestos a ser irremediablemente sensibles que aquél en el que vemos por primera vez la cara de nuestra madre. Y deseamos inventarle una burbuja de felicidad donde instalarla para siempre. Porque, al principio, solo deseamos a partir de otro, sólo vemos nuestra propia alegría en el rostro de los demás. Luego vamos andando, sí, vamos andando, tropezando, frustrándonos, recibiendo besos, abrazos, y hasta agresiones, entonces aprendemos a ser felices nosotros para compartir nuestra felicidad –también relativa y diaria- con aquellos a los que amamos.
No hay momento en el que estemos más expuestos. Y cuando somos adultos tal vez pensamos que nos dejaron mucho tiempo al servicio de las garras del sol dañino, que nos dejaron quemar por el fuego del desamparo, que nos hicieron daño, que hicieron lo que pudieron. Entonces transformamos todo eso –si es que aprendemos a canalizarlo provechosamente- en inventiva, en creación, en nuestra gran empresa, donde bien pueden verse sillas con rueditas, y escritorios, y computadoras; donde solo un emprendedor podrá leer una historia, percibir la emoción mayúscula del creador. Del constructor. Del destructor de destrucciones.
Es preciso, para nuestra salud y para nuestro instante diario de aire fresco, que construyamos algo. Que nos escuchemos un poco. Y que demos a luz una muestra de nuestro arte.
Porque sí es verdad que el momento culmine de la exposición es cuando nacemos. Pero también es verdad que todos los días somos mariposas, que vamos a morir no bien llegada la noche. Y que es preciso que aprovechemos la fortuna de poder volar cada vez que el tesoro está a la vista, cada vez que logramos negociar con el amanecer un par de alas prestadas. Que se hacen nuestras por propio merecimiento.
Crear es creer que estamos acá para dejar enclavadas nuestras huellas. Y quedarnos para siempre.
Emprender es el resultado de esa magnífica creencia. ¿No creen?
Fuente: http://tudecides.com.mx/articulos-ejecutivos/emprendedores/150-el-emprendedor-que-cree-y-crea.html