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Las empresas que desarrollan productos innovadores que requieren tecnologías de punta reconocen rápidamente lo que es competir y aceptan que deberán hacerlo muy bien si quieren sobrevivir. En ese tipo de empresas la necesidad de competir opera precisamente como un incentivo para aquellos dirigentes que confían en su propia capacidad para crear nuevos productos y ponerlos en el mercado rápidamente.
Para ese tipo particular de empresas, competir con otras empresas en similares condiciones, forma parte de las reglas de juego que los emprendedores no sólo no rechazan, sino que hasta a veces buscan para mostrar que las capacidades de la organización -y fundamentalmente de su propia gente- constituyen un valor que no teme ser puesto a prueba aún cuando los competidores también conozcan muy bien el negocio y sean fuertes contendores.
Cuando varias empresas confrontan sus potencialidades procurando incrementar su participación por el mercado, en condiciones en que la competencia es equitativa, todos los agentes se benefician. Las propias empresas porque compitiendo aprenden a superarse a partir de sus aciertos y sus equivocaciones y también los clientes porque finalmente tienen acceso a productos cada vez de mayor calidad y en general con mejores precios ayudados por reglas del mercado convenientes para la mayoría de los agentes.
Sin embargo, lamentablemente todo no ocurre naturalmente en el mejor de los mundos posibles, recordando a un Cándido diáfanamente vigente. No siempre las condiciones para competir son todo lo equitativas que sería necesario, pensando en lo más conveniente para la mayoría de los agentes. Y no estoy refiriéndome en escenarios en que una empresa pueda imponer condiciones abusivas a los clientes al contar con un dominio muy acentuado del mercado. Para esos casos, aún en condiciones muy extremas, siempre hay oportunidades para combatir a quienes se aprovechan indebidamente de su posición, generando perjuicios a toda la sociedad.
Hay otras condiciones estructurales todavía más duras para poder competir como sería deseable para bien de todos, en un mundo claramente globalizado pero sutilmente flechado. Ciertamente las condiciones pueden no ser todo lo equitativas que sería conveniente cuando por ejemplo una de las empresas es del primer mundo y la otra del tercero. La primera cuenta con circuitos de innovación bien aceitados, posibilidades reales de acceso a capital de riesgo y mercados más abiertos para poder colocar sus productos. Conquistas que le permiten pisar más fuerte en el mundo que tiene recursos para ser comprador de lo que necesita.
Todos aquellos empresarios que -a pesar de las dificultades iniciales- apuestan a la innovación desde el tercer mundo saben lo difícil que es generar condiciones en las que el mundo académico y el empresario actúen con sinergia, lo complicado que es conseguir un crédito cuando el valor agregado es conocimiento y las dudas que se generan respecto de la calidad de un producto de alta tecnología por su procedencia.
Una empresa que produce bienes que puedan rotularse como “made in” USA, Francia, Alemania o Japón – por citar cuatro ejemplos paradigmáticos- cuentan con un respaldo muy fuerte detrás, que actúa como trampolín para poder colocar sus productos en mercados como el nuestro y también en toda la región. Además por cierto de contar con productos que son usualmente de excelente calidad.
¿Que pasaría si esa empresa que produce bienes similares sólo puede estamparles un “made in” Argentina, Brasil o Paraguay? Por citar tres ejemplos bien cercanos a los que agregaría temerariamente también a Uruguay. Evidentemente no tendría el mismo respaldo detrás y lo que usualmente sentiría es un pesado grillete en el pié, cada vez que se propone colocar sus productos en mercados del primer mundo. Incluso cuando pudiese contar con productos de la misma calidad que los del norte.
Todo parece indicar que dos empresas de alta tecnología- una del primer mundo y otra del tercer mundo- si por una de esas hermosas casualidades son ambas capaces de producir un bien técnicamente superior a las demás, o hasta si queremos con precios suficientemente bajos, lamentablemente no estarían en similares condiciones para competir. Y todo está a la vista. Porque por causas que conocemos o por lo menos intuimos, las dos empresas operan realmente en dimensiones comerciales disjuntas.
Competir desde el sur con el norte para colocar productos de alta tecnología -de los que hasta nosotros en el sur culturalmente desconfiamos a veces con razón- se transforma en un espejismo aparentemente inalcanzable hasta para los emprendedores más tesoneros. Algo parece estar más allá de las posibilidades individuales de cada una de las empresas del sur que peregrinamente cuenta con el atrevimiento de decirle a las del norte, estamos aquí golpeando la puerta y queremos entrar.
Una vez un amigo que peleaba por entrar en Europa con sus productos de alta tecnología desarrollados en Uruguay me dijo: “Es que ellos están arriba y nosotros abajo”. Haciendo la pausa agregó: “Además parece que no hay escalera entre el tercer mundo y el primero”. Finalmente completó su juicio con una frase demoledora que todavía recuerdo vivamente: “Parece que es cierto que sólo hay disponible un palo enjabonado por el que es fácil bajar y muy difícil subir”. Si bien esa frase no es del todo original de mi amigo, porque la imagen ya fue empleada antes por un colega, no deja de tener un claro impacto por la fuerza de la metáfora que encierra.
Desde el norte se insiste que no hay nada que políticamente impida a una empresa del sur vender en mercados del norte. El proteccionismo es algo del pasado con lo que se justifica la ineficiencia presente. Agregan: “Simplemente deben demostrar que son tan buenas innovando como las nuestras.” Por supuesto: “Deben disponer de la capacidad instalada para manejar los volúmenes que requerimos.” Finamente acotan: “Tienen que contar con respaldo financiero para seguir creciendo con nuestra eventual demanda.”
Si por un milagro alguien logra pasar por estos filtros preventivos que se proponen desde el norte -por otra parte muy razonables- se le piden además “adecuadas certificaciones de calidad” de sus procesos y sus productos. Certificaciones internacionales por supuesto. Algo que no merece reparos racionales de nadie. Concordarán todos que “quién acredite que alguien es bueno, debe ser confiable.” Y casualmente las únicas organizaciones certificadoras creíbles tienen sus casas matrices en el norte.
¡Por supuesto que no es imposible subir! Sabemos que no existe una cortina de hierro que se baja desde el norte para que no se pueda entrar. Simplemente, y sin necesidad de más referencias, acordemos bajo el peso de ciertas evidencias circunstanciales que se hace difícil, muy difícil lograrlo.
Algunas empresas innovadoras del tercer mundo han logrado llegar a “El dorado” del siglo XXI y son usados repetidas veces como ejemplos de que se puede. Pero hay un secreto guardado para tan esporádicos casos de éxito. Aquellos que lo intentaron muchas veces ya intuyen que algo complica las cosas. Y lo saben quienes ahora miran desde arriba, sin desconocer sus raíces. No se puede subir empujando desde abajo, alguien te tiene que tender una mano desde arriba.
El problema es el alto precio del boleto empresario para subir por ese “palo enjabonado” hacia la otra simensión del que tantos hablan. Pasar empresarialmente del sur al norte es toda una proeza. Las empresas uruguayas, argentinas, paraguayas o brasileras que fabrican productos de alta tecnología -que las hay por supuesto- cuando buscan la mano para entrar al mercado americano, alemán, francés o japonés, pierden usualmente un ojo de la cara para conseguirlo, cuando no los dos.
Para muchos esa mano amiga desde el norte genera daños inaceptables. Por ello muchos emprendedores jóvenes y primerizos siguen buscando afanosamente la esquiva escalera al norte. Algunos no tan jóvenes y ya un poco golpeados también lo hacen. Mientras tanto, hoy más que nunca sería beneficioso que la visión enjabonada de mi amigo – que no inventó la madera y el jabón- no sea totalmente correcta. Esto es que el palo, con las marcas de las uñas de quienes lo intentaron antes, ya no esté tan liso y resbaloso.
Finalmente me asalta una idea sin tener que atentar contra el totem de la globalización. Tal vez lo que debemos buscar -aún con más fuerza todavía- es que por lo menos en el Mercosur se comenzara a pensar en crear nuestro propio norte, mirando primero hacia el sur para que nuestros negocios – los de toda la comunidad de naciones involucradas en un mercado común por igual- puedan aprovechar caminos de superación hacia nuestros propios mercados sin palos enjabonados propios o ajenos. Lo demás seguramente vendría luego, potenciando manos comercialmente más comprensivas y no necesariamente menos exigentes.
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