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incomunicacionImaginemos la siguiente escena (¡juro que jamás me sucedió!): un hombre bien dispuesto dialoga con un empresario y le comenta los beneficios de aplicar un plan o acción de comunicación en su empresa. Acto seguido, enciende su laptop y comienza a mostrarle unas vistosas filminas (diseñadas con mucho esmero en Power Point) en las que le explica las características del proyecto, los tiempos de realización, etcétera. A la segunda o tercera filmina el empresario lo toma de las solapas de su traje y clavándole la mirada le dice: “Sí, sí, todo muy lindo Mr. Formanchuk, pero… ¿cuánto dinero voy a ganar con esto?”. Fin de la historia. 

Abordar la comunicación desde una óptica empresarial (necesaria, por cierto) significa navegar en las aguas del cálculo. Sin embargo, muchas de las acciones que diariamente realiza cualquier organización distan de poder ser cuantificadas de modo certero, y no por ello dejan de ser valiosas o importantes. Además, ¿se pueden analizar las acciones humanas en términos dicotómicos del tipo ganancia/pérdida? Pensemos, por ejemplo, ¿qué pierde una persona que se divorcia de su cónyuge? ¿La mitad de sus bienes? ¿Sólo eso? O pensemos qué es lo que nos motiva a emprender una labor, ¿sólo el cheque que recibimos a fin de mes? Y de ser así, ¿no nos gustaría que ese no fuese nuestro único incentivo?  “Sí, sí, todo muy lindo lo que usted dice Mr. Formanchuk, pero… ¿cuánto dinero voy a ganar con esto?”, repite el empresario sin soltarnos las solapas y acercando peligrosamente sus manos a nuestro cuello. 

Veámoslo de este modo. ¿Cuánto dinero puede perder una empresa que “renuncia” a la comunicación? ¿Mucho, poco, nada? ¿Qué sucedería si un Director de Recursos Humanos le prohibiera intercambiar mensajes durante un mes a todos los empleados de su oficina? Intuyo que nada bueno… ¿usted? 

Pero no es necesario tomar una medida tan drástica para poder “cuantificar” los efectos. Supongamos que tenemos, por un lado, un empleado a quien no se informa qué es lo que se espera de él, no se le explican cuáles son los planes de la empresa para el año próximo, no se lo escucha ni se valoran sus ideas y sugerencias, no se lo integra a una cultura compartida; y, por otro lado, un empleado al que sí se le brinda todo lo anterior… ¿quién supone usted que tendrá un mejor desempeño laboral? ¿El empleado al que tratamos como una persona plena e inteligente o el que obligamos a encerrase en sí mismo? 

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Pero volvamos a los números: con el balance de fin de año en la mano, ¿es posible determinar qué porcentaje de esa ganancia (o de esa pérdida) está vinculada a la variable “comunicación”? Sin duda es muy difícil hacerlo. Pero atención, esta dificultad no es una excusa, tan sólo es una característica que debemos tener en cuenta para no perder energías en tareas poco provechosas. 

¿Esto significa que es imposible medir en términos monetarios el impacto de la comunicación en la empresa? Desde luego que no. Invite al Gerente Comercial de una cadena de comida rápida a decir públicamente que la carne que utilizan para sus hamburguesas es de roedor y verá qué fácil resulta sacar cuentas. Pero más allá de la traducción efectiva que la comunicación puede tener en dinero constante y sonante, de lo que se trata es de comprender la dimensión de “no linealidad”. 

La no linealidad 

Concedo que la comunicación es intangible, lo cual no significa que no sea real. La comunicación, en tanto esencia y más allá de su soporte físico, es impalpable, pero sus resultados no lo son. El quid es que estos resultados no son siempre obvios ni están atados a un principium causalitatis o principio de causa y efecto. Es decir, es complejo aislar las variables y  establecer relaciones directas del tipo “edito un house organ o revista interna, ergo la productividad aumenta un 25%”. 

¿Pero por qué no puede ser así la relación? Permítame sondear este límite epistemológico a partir del análisis de los métodos de investigación. En términos generales, cuando se realiza una investigación no se hace otra cosa que poner a prueba una hipótesis. En nuestro caso, nos proponemos medir el beneficio económico de un plan de comunicación interna y partimos de la hipótesis de que una buena comunicación

mejorará la productividad de los empleados. Entonces, como segundo paso, identificamos las variables que intervienen en nuestra investigación: por un lado, una variable independiente (la comunicación) que será responsable de los cambios de la otra variable, llamada dependiente (la productividad). Esto implica, sencillamente, establecer una relación de causalidad entre ambas dimensiones: si nosotros “mejoramos” o “empeoramos” la comunicación (variable independiente) supuestamente tendrá que “subir” o “bajar” la productividad (variable dependiente). 

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Ahora bien, el primer requerimiento para llevar a buen puerto la investigación es aislar y neutralizar cualquier variable ajena y extraña a las antes mencionadas. Por lo tanto, tenemos que asegurarnos de que las variaciones en la “productividad” sean fruto exclusivo de las modificaciones que realicemos en la variable “comunicación”. Pero… ¿es posible controlar las variables extrañas? En nuestro caso se presenta una imposibilidad material de aislarnos del entorno, y por ello la dificultad de demostrar cuantitativamente (léase: en términos monetarios) los beneficios de la comunicación interna o externa. 

Veámoslo con un ejemplo: supongamos que durante un período de tiempo realizamos una serie de acciones tendientes a mejorar la comunicación en una fábrica, y que para medir su impacto analizamos el indicador “índice de presentismo o asistencia”, porque consideramos que si hay mejor comunicación hay mejor clima interno y la gente tiene más ganas de venir a trabajar. No se puede negar que este indicador modificará sus valores a lo largo de nuestro estudio, pero ¿podemos estar seguros de que el índice de presentismo o asistencia fue más alto este mes porque nosotros aplicamos el plan de comunicaciones o porque en este mes, por caso, llovió menos días que el anterior? O tal vez nos encontremos con que el índice de ausentismo subió un 35% y eso se deba a que durante el mes en que realizamos la investigación aumentó el precio del boleto de tren o colectivo. 

En resumen, nuestro campo es en esencia permeable a todo tipo de influencias, tanto culturales, sociales, económicas, psicológicas e, incluso, metereológicas. Esto, que a simple vista puede parecer una desventaja, no es más que una característica que demuestra la feliz complejidad que todavía envuelve al ser humano y a sus acciones. 

Tal vez el “problema” de querer medir todo (la famosa “pantometría propia de la cultura occidente moderna) no sea tan grave si logramos evitar la perspectiva lineal y la tentación de querer fijar una relación de causalidad entre variables difíciles de aislar. Quizá, en vez de ver a la siguiente concatenación como una línea recta (mejor comunicación = reducción de conflictividad = mejor clima interno = menor ausentismo = mayor productividad), nos sea más útil abordarla como un conjunto de variables que se influyen mutuamente desde una complejidad sistémica y dinámica. 

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Pero atención, reitero que no pretendo dar a entender que haya que renunciar al legítimo derecho a querer evaluar los resultados de cualquier acción de comunicación que realicemos. Tan sólo es mi intención advertir que esta evaluación no necesariamente debe ser cuantitativa y que no siempre se puede ni se debe responder con números a los empresarios que nos toman de las solapas (¡y juro nuevamente que jamás me sucedió algo así!).

 

Por Alejandro Ezequiel Formanchuk

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