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La manipulación forma parte de nuestra vida cotidiana en la empresa, y parece oportuno dedicarle algunas reflexiones: todos nos manipulamos un poco unos a otros.

Dirigir, liderar, gestionar, comprometer, motivar, responsabilizar, instruir… Sin duda los directivos han de determinar el qué, y aun influir en el cómo, cuánto, cuándo, etc., de la actuación de los trabajadores; así era antes y también es ahora, aunque la economía del saber demande unas específicas relaciones jerárquicas. En efecto, los directivos despliegan su autoridad e influencia sobre los profesionales de su entorno, para asegurar la sinergia tras las metas empresariales y la satisfacción de los clientes. Pero esta dirección-motivación-influencia habría de guardar mayor distancia con lo que entendemos por manipulación.

Todos nos manipulamos un poco unos a otros, incluso sin que medie mala intención; pero, en efecto, vamos a entender aquí especialmente por manipulación aquellas prácticas orientadas al provecho de quien la practica, o a dañar al manipulado. Podría manipularse en la empresa a favor del interés general, pero incluso entonces la manipulación consciente podría resultar cuestionable, primero porque vulnera la dignidad del individuo, y también porque éste a menudo detecta la maquiavélica estrategia: no parece éste el modelo a aplicar.

Sin descartar otras posibles relaciones de manipulación, apunto al jefe que, por ejemplo y para disponer de argumentos, impide que el subordinado pueda cumplir todos sus compromisos; al que hace responsable a un subordinado del trabajo de otros, sin decírselo a éstos; al que hace de la mentira y la promesa una herramienta de gestión; al empresario que está siempre hablando de supuestas pérdidas o gastos de la empresa… Manipulador es el jefe que siempre tiene preparado un chivo expiatorio, o el jefe adulador que aprovecha la ocasión para pedir cosas que de otro modo no obtendría…

Y, ¿por qué entono el “no manipularás”? Porque creo que no es una fórmula éticamente correcta, y porque, además, el manipulador se delata, en tiempo real o poco después, y la comunicación se va deteriorando en perjuicio de la confianza. Entre otros expertos, el premio Nobel (1972) de economía Kenneth Arrow nos advierte de que, sin que impere la confianza, ningún desarrollo organizacional es posible. Cuando la desconfianza es la norma, no hay más que hacer; no sólo es que no haya sensible mejora continua, ni iniciativas innovadoras ―con lo que ello implica―, es que tampoco hay efectividad individual ni colectiva: uno no se esfuerza tanto en el trabajo, como en tener respuestas para cuando le pregunten.

Entre quienes se consideran más listos, parece sobrevivir la creencia de que la gente es tonta; pero esto es un error: un error propio de quienes no perciben suficientemente bien las realidades, y aquí caben tanto los trabajadores faltos de información, como los directivos de personalidad trastornada. Hay que destacar, desde luego, la ejemplaridad de muchos directivos en sus relaciones interpersonales, pero también son algunos ―no pocos― los manipuladores.

Como nos recordaba Eduardo Punset en un libro reciente, “Probablemente, el gran salto evolutivo entre los homínidos se produjo el día en que uno de aquellos seres fue capaz de intuir lo que estaba cavilando otro miembro de su grupo. Saber lo que estaba pensando su interlocutor le permitió ayudarlo… o manipularlo. Esta tendencia a convencer a los demás de nuestras propias opiniones o a intentar manipular a los demás parece no haberse interrumpido desde entonces”. Punset destaca por ello la necesidad del pensamiento crítico, y quien esto escribe publicó el año pasado varios artículos sobre este pensamiento reflexivo y penetrante, esmerado e indagador, riguroso e independiente, que permite llegar a conclusiones propias y acertadas.

El pensamiento crítico, distinto de la criticidad y el escepticismo, contribuye a neutralizar la manipulación, y resulta especialmente preciso en la Sociedad de la Información. Les invito, si no lo han hecho ya, a adherirse al critical thinking movement y al information fluency movement. Efectivamente, hemos de estudiar con cautela la mucha información que nos circunda, para no hacer falsos aprendizajes. Pero volvamos a las relaciones jerárquicas y hablemos del liderazgo en la empresa.

Buscando formas de interpretar el liderazgo, también he topado con la idea de manipular, y he encontrado frases como “El líder perfecto ha sido Hitler”. A la pregunta de cuál es el papel del directivo dentro de las empresas, Juan Luis Arsuaga, conocido paleoantropólogo, responde: “Manipular. Suena un poco descarnado, pero es así…”. Añade: “Un líder es el que tiene capacidad para conducir a la gente en la dirección que él quiera. Soy consciente de que Hitler fue nefasto, pero fue un líder”. Arsuaga apuesta por subordinados con criterio propio, capaces de pensar por sí mismos. Recuerdo empero que para el prestigioso orador español Javier Fernández Aguado, creador de la denominada Dirección por Hábitos, Hitler no fue un líder, sino sólo un alborotador.

En efecto, los defensores del término “liderazgo” en la empresa descartan incluir a Hitler y otros personajes más o menos comparables; pero el hecho es que introduciendo “Hitler” y “leader” en Google, aparecen varios cientos de miles de resultados. Por otra parte, de grandes “líderes” empresariales hemos conocido luego su codicia y su corrupción, o hemos comprobado que el destino a que conducían a sus seguidores era el desempleo, o, con suerte, una organización en alto grado jibarizada (extraordinariamente reducida).

Véalo el lector como desee, pero este articulista, con Arsuaga, preferiría un mundo profesional que no se dividiera en líderes y seguidores, sino, mejor, en profesionales de la gestión y profesionales técnicos, autoliderándose todos tras metas asumidas y compartidas. Habiendo sido y siendo necesario, imprescindible, conducir (liderar) determinados cambios culturales en las organizaciones, cierto repelús generan empero algunas doctrinas y liturgias empresariales, desplegadas por primeros ejecutivos en calidad de sumos pontífices.

Una digresión

Creo que esta anterior licencia no me supondrá excomunión, y ayudará a la reflexión; pero recordemos, también y por ejemplo, lo que se nos dice de la Dirección por Hábitos (DpH) a que había aludido. En un estudio de Deloitte & Touche preparado por M. A. Alcalá (director general de la Asociación Internacional de Estudios sobre Management) se lee: “Los retos de la DpH son dos: definir cuáles son los hábitos que convienen a las personas, y mostrar los senderos para lograrlos. En este sentido estricto, el trabajo consiste en que la persona conquiste la verdad de sí misma en sus acciones, y, paralelamente, el bien pleno para sí misma, con su conducta: vivir la verdad sobre el bien realizado en cada acto, y la realización del bien subordinado a la verdad sobre su propio ser”. Necesitaba traerles este párrafo, para introducir el siguiente.

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Encontré un libro sobre esta Dirección por Hábitos, editado por prestigiosas consultoras (Élogos y Mind Value), en que, en defensa de este modelo, se rechazaba la Dirección por Objetivos: “La dirección por objetivos reduce al obrero a una herramienta viviente, con esquemas de bonos diferenciales para inducirle a emplear hasta la última onza de energía”. Inmediatamente, añadía Sandra Díaz: “No podemos sino rechazar una forma de gobierno que no ve al ser humano como integral”. Sin embargo, la frase es de Edward Cadbury, que al parecer (según referencias encontradas en Internet) la escribió (…the reduction of the workman to a living tool, with differential bonus schemes to induce him to expend his last ounce of energy…) en torno a 1914, pero no refiriéndose a la Dirección por Objetivos (de la que faltaban varias décadas para que empezara a hablarse), sino a algunos efectos del taylorismo.

La digresión pretendía alertar sobre la posible aparición de curiosas doctrinas de dirección, tal vez más atentas a la alienación, que a la alineación de esfuerzos y la sinergia organizacional. No sé si la DpH del profesor Fernández Aguado es una de ellas, porque el libro no me resultó suficientemente descriptivo; además, admiro la excelencia del creador como orador, y cabe pensar que, como la DpO, la DpH haya sido quizá adulterada en la práctica, en alguna medida…; pero el libro contenía el estudio de M. A. Alcalá, e identificaba algunos hábitos: prudencia, equidad, puntualidad, laboriosidad, alegría, valentía, reciedumbre, buen gusto… Se me ocurre que todos debemos cultivar estas cualidades, llámense virtudes, valores o hábitos; no obstante, seguramente todos vamos a la oficina cada día a generar resultados…

Algunas prácticas manipuladoras

Ahora, si el lector sigue ahí, vamos a desplegar conductas manipuladoras para identificar mejor de qué hablamos:

a) Las promesas

Las promesas (que no siempre se podían cumplir) facilitaban el control de la voluntad de los subordinados, porque desplazaban al trabajador hacia el servicio al jefe, lo que reducía la profesionalidad de la relación; dicho de otro modo, constituían una cierta corrupción alienante, incluso incorporando la fórmula del “no te prometo nada”. Debería erradicarse del todo esta práctica en beneficio de los sistemas formales de incentivos y promociones, tanto porque la promesa supone mostrar un poder que tal vez no se tiene, como porque ya casi nadie se deja engañar. Cosa distinta es hablar de perspectivas de la empresa, en tono de horizontalidad y sin ánimo escondido.

Ya al nivel de promesas corporativas, el primer ejecutivo podría —pensemos en un proceso de cambio— prometer un futuro atractivo sin aludir al coste a pagar: sé de alguno que hablaba de siete años de vacas flacas antes de que llegaran las gordas (que no llegaron nunca) y que, mientras, redujo la plantilla a la décima parte. Por otra parte, el público alarde de logros futuros tales como doblar o triplicar la facturación, o la conquista de nuevos mercados, suena sospechoso.

(En relación con esto último, ha relatado a veces el caso de Bodegas Vinartis, propiedad entonces de Nazca Capital, con insistentes apariciones de sus ejecutivos en los medios durante 2004, para exhibir sus logros venideros. No llegaron tales éxitos, y las bodegas hubieron de venderse a un precio inferior al pagado por ellas. Parecía haber prisa por trasladar una imagen de solidez al mercado; una imagen que quizá no se correspondía con la realidad).

b) La generación de deudas de gratitud

El jefe manipulador utiliza la información, los acontecimientos y las oportunidades para nutrir la gratitud de sus subordinados y asegurarse su voluntad, pero esto no parece tener mucho en común con la profesionalidad que se nos exige en el siglo XXI. Sin duda hay espacio, cómo no, para los sentimientos y emociones en el desempeño cotidiano, y para los favores y agradecimientos; pero la maquiavélica creación de deudas de gratitud me parece condenable, si el lector asiente.

La cooperación de unos con otros en beneficio de los objetivos colectivos debería ser una constante; pero el deseo de cobrarse supuestos favores apunta a la compra-venta de voluntades, lo que suena inicuo. En la empresa —por salir de nuevo de la relación jefe-subordinado—, un contratante de servicios externos ha de buscar la mejor relación calidad-precio, y no la mayor comisión del proveedor.

c) El proselitismo

Puede que el jefe manipulador trate de incorporar al subordinado a alguna corriente de opinión, familia “política” o grupo de trabajo, en perjuicio de su independencia de pensamiento. Al respecto, recuerdo que leí unas declaraciones de un conocido directivo: “En mi equipo no quiero líderes. Creo que mis subordinados tienen que ser capaces de pensar por sí mismos”. En efecto, si limitáramos o condicionáramos el pensamiento de un individuo, además de vulnerar su plenitud de ser humano estaríamos probablemente desperdiciando inteligencia.

Desde luego, y llevando la reflexión al nivel corporativo, cada organización decide si desea trabajadores dóciles y adoctrinados, o pensadores más independientes, capaces, por ejemplo, de contribuir a la innovación; decide si ve en sus trabajadores meros recursos humanos, o ve capital humano; decide si apuesta por la obediencia o por la inteligencia de sus personas.

La literatura del management nos ofrece modelos de liderazgo para uno y otro caso, aunque la propia división entre líderes y seguidores llame tal vez a sospecha, como sugeríamos. En verdad, allá donde se habla mucho de liderazgo también suele haber alguna dosis de doctrina y liturgia; unas veces significativa, efectiva y valiosa esta doctrina-liturgia, y quizá otras, llevada con alguna resignación por los fieles.

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d) El encasillamiento

También puede ocurrir que un jefe encasille intencionadamente al subordinado en una especie de estereotipo, para generar justamente las conductas contrarias, o bien para neutralizarlo en caso necesario. Por ejemplo, si el individuo procura alertar sobre riesgos o dificultades que el manipulador desea ocultar, éste podría tildarlo de pesimista o negativo, y descalificar así sus aportaciones. También puede el jefe calificar de neurótico a un subordinado, y poder neutralizar así su posible indignación ante cualquier abuso.

Como experiencia propia, yo recuerdo que hace más de diez años mi jefe me repetía que yo era un individualista y que no sabía funcionar en equipo. Con la ventaja que da el paso del tiempo, sigo pensando que aquella movida del trabajo en equipo era más alienante que alineante, y yo quería hacer entonces otras cosas, abordar nuevos temas, profundizar en otros…; sí, como consultor iba un poco por libre, lo que debía suponer una cierta amenaza: si surgía una nueva área en que trabajar, no debía ser yo quien la descubriera…

e) La falsedad

Simplemente mintiendo también puede, desde luego, el manipulador facilitar el logro de sus propósitos, aunque debe cuidar de no delatarse demasiado, por ejemplo, con el exceso de explicaciones. Tal vez, el mentiroso se excede en detalles para convencerse a sí mismo de la consistencia de sus argumentos; pero eso activa la intuición de los demás. Quizá haya que mentir en alguna ocasión (cuando la verdad resulte aún más perjudicial), pero no cabe utilizar el engaño en beneficio propio, ni de modo sistemático.

Naturalmente, esta práctica se presenta con diferentes caras, e incluye la ocultación de información; pero hemos de insistir en que hay mayoría de directivos que apuesta por la verdad y la transparencia, tal vez para poder exigirla mejor a sus colaboradores. Desde luego, la mentira acaba con la confianza, que constituye un elemento imprescindible para la buena marcha de las organizaciones.

f) La interpretación adulterada de los hechos

En verdad, todos percibimos la realidad de modo doblemente parcial (por incompleta y por interesada). El cerebro tiende, por una parte, a cubrir cualquier carencia de información con imaginaciones o suposiciones, y además percibimos los hechos afectados por nuestras creencias, sentimientos, inquietudes y deseos; o sea, cada uno a su manera. Esto facilita que el jefe pueda aprovechar, consciente o inconscientemente, su posición de poder para imponer sesgadas lecturas de los acontecimientos o las informaciones manejadas.

De nuevo traería aquí al lector la necesidad del pensamiento crítico, es decir, de pensar por nosotros mismos, llegando a conclusiones propias; lo contrario sería en cierto modo renunciar a nuestra condición de ser humano adulto.

g) La seducción

El jefe manipulador puede conquistar la voluntad de sus subordinados ejerciendo atractivo por razones de índole diversa, y aun, en algún caso, simplemente siendo amable, practicando intencionado stroking, etc. Si ya el atractivo físico nos mueve a todos en nuestra vida social, igual nos ocurre con otros atractivos, y el jefe seductor tiene habilidad para hacer uso de ello, ora luciendo sus reconocimientos, fortalezas o méritos, ora contando con la disposición-admiración de sus subordinados, para pedirles cualquier cosa de legitimidad discutible.

Hasta aquí algunas manifestaciones de la intención manipuladora de algunos jefes, ante las cuales se acaba probablemente disparando la intuición de la víctima, si no lo hace antes la razón analítica. O sea, antes o después, el manipulador es descubierto y la confianza se quiebra en la relación, con todos los perjuicios que ello conlleva. No es que la manipulación sea el peor de los pecados del jefe, pero es del que nos hemos ocupado aquí, con las reservas ya expresadas, insistiendo en salvar a los inocentes, y dejando en todo caso al lector su libertad de asentir o disentir.

Pero, ¿y los trabajadores?

¿Acaso no manipula también el subordinado al jefe? Pues sí, naturalmente y también con intenciones de cuestionable legitimidad. Si hay comunicación, hay que contar con alguna dosis de manipulación. De hecho, recuerdo haber leído recientemente unos consejos para “educar” al jefe: ignorar sus conductas negativas y premiar las positivas. Esto, si diera resultado, sería una manipulación muy útil y legítima; pero querría hablarles de mis propias reflexiones para alentar las suyas. Enfoquemos, por más comunes, conductas de unos trabajadores ante otros.

a) Adulación

Hay quien pide ayuda a compañeros en tareas sencillas y no tan sencillas con aquello del “tú lo haces muy bien”, etc., y lo hace sin malas intenciones; pero también se hace a veces con malicia, para eludir trabajo o para, en caso de problemas, poder contar con otro culpable. Puede estar ocurriendo con más frecuencia allá donde el jefe siempre ande a la captura de culpables y reine el miedo.

Todos necesitamos sentirnos estimados en nuestro trabajo, y hemos de reconocer méritos ajenos para que igualmente se reconozcan los nuestros; pero esto ha de hacerse en favor del clima de trabajo y el espíritu de equipo. La adulación implica intenciones ocultas, y resulta condenable.

b) Cultivar ascendiente

Puede haber trabajadores que, por ejemplo, aprovechen la inicial ignorancia funcional de los recién incorporados para cultivar su influencia sobre éstos; o que a este fin aprovechen su relación de privilegio con el director. El ascendiente ilegítimo podría facilitar las cosas a la hora de soltar una patata caliente, o simplemente descargarse de trabajo propio. Es la profesionalidad y el respeto mutuo lo que ha de imperar, sin perjuicio del necesario ejercicio tutelar sobre los júniores, o la asunción de responsabilidades colectivas en algunos proyectos.

c) Vender como favor la propia tarea

Pongamos ejemplos sin ánimo de generalizar: pensemos en el técnico de mantenimiento de los ordenadores que, sin resolver cada vez todos los problemas, consigue que le estemos agradecidos; hagámoslo igualmente en quienes han de facilitarnos alguna información y esperan a que la pidamos numerosas veces, etc. Recuerdo que, trabajando en una gran empresa, pedía yo recambio para el portaminas y me daban cada vez una o dos minas: acabé comprándome cajitas de doce minas en el supermercado (Simago entonces) del barrio. No hace falta insistir en esto…

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El cultivo de la profesionalidad

En efecto, todo lo anterior desaparecería o se reduciría si fuéramos todos más profesionales en nuestras relaciones internas (y externas), tanto las verticales como las horizontales. Pero topamos con la realidad. En las empresas se paga bastante más el ejercicio del poder que la posesión del saber, y gran parte de los universitarios desean ser directivos lo antes posible; se persigue ciertamente el poder en las organizaciones, y ello conlleva buena dosis de politiqueo y manipuleo. Si los esfuerzos desplegados en la defensa y la persecución del poder se aplicaran a la prosperidad, las empresas serían más prósperas; pero, en grandes compañías, no pocos ejecutivos se enriquecen mientras sus empresas se empobrecen, y hemos conocido escándalos increíbles protagonizados por quienes eran considerados grandes líderes empresariales.

Temo que la proclamación del liderazgo, con su acompañamiento doctrinal y litúrgico en grandes empresas, no haya sido más que una red herring para ocultar lo impresentable, pero llegue el lector a sus conclusiones, sin olvidar los desorbitados sueldos que se asignan los ejecutivos de grandes corporaciones (en torno al millón de euros al mes, en algunos casos). Sigamos ―ya queda poco― con la manipulación, y la solución de profesionalidad que parece reclamar la economía.

Cada organización ha de establecer el modelo de relaciones jerárquicas que más convenga a sus propósitos, pero sin duda un trabajador con una sólida formación curricular, y que además practique el aprendizaje permanente, constituye un valor a cuidar, un activo a aprovechar. Dicho de otro modo, el perfil del “trabajador del conocimiento” viene a hacernos reconsiderar la tradicional distancia entre el “nosotros” y el “ellos” en las empresas. Un trabajador experto, capaz de contribuir a la inexcusable innovación, no debería ser objeto de manipulación y tal vez ni siquiera debería ser visto como seguidor de un supuesto líder; quizá, según el caso, debería protagonizar su desempeño profesional autoliderándose tras metas convenidas.

La economía del conocimiento parece exigir, por una parte, trabajadores expertos que no dejen de aprender (profesionales técnicos), y por otra, buenos profesionales de la gestión empresarial (directivos). El profesional sabe hacer lo que es preciso hacer, y lo hace con disciplina, esmero y convicción; de modo que quizá fuera más útil impulsar y cultivar la profesionalidad y el protagonismo de todos, y no tanto el liderazgo y el seguidismo. El lector puede quizá fruncir el ceño, porque sin duda a cada realidad corresponden soluciones particulares.

Mensajes finales

Se dice que el fin no justifica los medios pero, siendo Maquiavelo una vigente referencia para el ejercicio del management, a menudo parece que en la empresa sí (que el fin sí justifica los medios). Ciertamente, en cada organización puede haber espacio para la integridad y la ética… o no haberlo: el hecho, por ejemplo, de que se proclame la responsabilidad social corporativa no asegura casi nada. Llevando la reflexión a nivel personal, los individuos nos situamos en algún punto, dentro o fuera del espacio existente entre la integridad y la corrupción. Se trata de una opción que afecta a las relaciones con los clientes, proveedores, colegas, jefes y subordinados, en nuestro desempeño profesional. La manipulación constituye de entrada una corrupción de la comunicación, y de ahí a más.

Sostiene Robert K. Cooper (en Executive EQ) que casi todos los directivos creen obrar siempre con profesionalidad e integridad: en sus relaciones y en sus decisiones. La verdad es que, por un lado, cada uno de nosotros tiene su propia visión de la realidad y de lo que es correcto e incorrecto; por otro, no siempre elegimos lo que nos parece más correcto al desplegar actuaciones; y por otro más, a veces incurrimos en el autoengaño, queriendo ver como justas y acertadas las actuaciones propias que no lo son.

Pensará el lector que todo esto es muy complejo, y que en beneficio colectivo no siempre se pueden o deben decir las verdades a los subordinados; pero, llegado el caso, todos sabemos si estamos mintiendo de buena o mala fe. Y pensará también el lector que unas relaciones profesionales precisan de profesionalidad en ambos lados: jefes y subordinados; así es, sin duda, y por eso quizá el directivo debería catalizar y cultivar la profesionalidad y protagonismo de sus subordinados, y no tanto el seguidismo o la complicidad.

No, seguramente no vale todo en la empresa; ni por mor de los resultados anuales, ni, mucho menos, por el beneficio propio. No es sólo una cuestión moral: es que los trabajadores no son tan manipulables como parece, y resulta caro conquistar voluntades para determinados fines. Gracias por su atención y ya saben: no pretendo llevar razón, sino provocar reflexiones en trabajadores y directivos.

 

Domingo Pedraza del Duero

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