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Francisco Ingouville  nos dice en su artículo: Conozco dos personas que no dudaría en definir como líderes interesantes. A ella la llamaré María. Él, para el hombre blanco, se llama Ángel Taich. Ángel y María tenían un objetivo: sacar a los achuar de la pobreza extrema. Era un pueblo difícil de organizar y coordinar, pero además debían hacerlo de forma que las autoridades peruanas aprobaran. Y como si eso fuera poco, lidiando con el enorme poder de las petroleras multinacionales

Conocí a Ángel en Lima. Participaba de un curso de una semana, que yo facilitaba, destinado a mejorar la forma en que negociaban entre sí los indígenas, las petroleras y los funcionarios de gobiernos. Cada vez que una petrolera ingresa en territorio tradicionalmente indígena hay infinitas oportunidades de negociar bien o mal, y aquel curso apuntaba a mejorar las habilidades de los tres sectores. Ángel es un habitante de la selva amazónica peruana cercana a la frontera con Ecuador. Pertenece a la etnia achuar, que los europeos incluyeron bajo la denominación general de jíbaros y comparte la fama de haber reducido las cabezas de sus enemigos. Su pasado incluye largas cerbatanas, finos dardos envenenados con curare, encarnizadas peleas entre clanes, y la ceremonia de la wayús, tradición de despertar todos los días a las dos de la mañana para llevar a cabo la ingestión en familia de un té tradicional y posteriormente vomitarlo, para después seguir durmiendo. Habla español porque durante la guerra entre Perú y Ecuador fue reclutado por el ejército peruano y sirvió como enfermero en un regimiento asentado río arriba. Una vez se me ocurrió preguntarle cuántos años tenía: “Creo que treinta y seis”, me contestó.

Mide aproximadamente un metro con setenta, tiene el pelo muy largo, espaldas anchas y cara de indio bueno de Hollywood. Sus facciones no son la única cosa que coincide sorprendentemente con un estereotipo idealizado. Cuando le comenté que admiraba la serenidad con que se desenvolvía en las negociaciones con funcionarios del gobierno y abogados de petroleras en oficinas de la ciudad, me respondió que cada tanto volvía a la selva y se sumergía a estar solo en la espesura, un par de días, para recuperar el equilibrio. Ni un “gurú” californiano del New Age lo hubiese expresado mejor.

Al tercer día del curso Ángel me dijo que él conocía una argentina y que por lo tanto quería que yo también fuese a visitarlos. Vivía en lo que literalmente era el medio de la selva. Le había tomado siete días llegar a Lima y le iba a tomar ocho días volver, ya que río arriba se navega más lento. Su aldea estaba a cuatro o cinco días de la rueda más cercana (en la selva no hay caminos y por lo tanto no existen los rodados). Acepté la invitación y, preguntando a otros líderes indígenas, llegué a la conclusión de que convenía ir desde Ecuador, donde casualmente yo debía dar un curso al mes siguiente.

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Así fue como un mes más tarde lo intenté. Llegué hasta una aldea de la etnia shuar, también jíbaros y primos étnicos de los achuar. Conviví con ellos una semana, durante la cual mis intentos de llegar a la aldea de Ángel fueron infructuosos. Pero él se enteró de que lo había intentado y me consideró su amigo desde entonces. Cuando llegó el día de negociar con la petrolera pidió que yo estuviese involucrado en el proceso y un colega mediador peruano me llamó un día por teléfono: “¿Me puedes explicar por qué un indígena del medio de la remota provincia selvática de Loreto te conoce y solicita tu presencia para negociar con una petrolera?”

Fue una enorme alegría. Participé entonces en las negociaciones en las que los achuar autorizaban a una petrolera multinacional a explotar su territorio a cambio de algunos beneficios. Eso me permitió pasar horas con Ángel, viajar en helicóptero a su aldea y conocer su historia.
Trabajando como enfermero del ejército, Ángel aprendió que existían los parásitos y que abundaban en el agua de la superficie que su gente bebía y que los chicos de sus aldeas padecían de graves problemas a raíz de ello. Los blancos sacaban agua de las napas con bombas y no tenían el mismo problema. Los blancos les daban remedios a sus hijos y no se morían con tanta frecuencia. Los blancos tenían lanchas veloces para llevar a los enfermos a los hospitales. Los blancos construían casas de materiales nobles que duraban más que las de ellos. Un misionero italiano, que había llegado antes que el ejército, les había hablado mal de las petroleras: traían alcoholismo, enfermedades venéreas, conflictos, violencia, contaminación, saqueo ambiental. Por lo tanto habían rechazado el ingreso de las petroleras durante años.
“Pero yo pensé –me dijo una vez– que podríamos negociar con las petroleras una manera de salir de la pobreza extrema”.

Para lograrlo, Ángel recorrió las aldeas de su gente. Son pueblos muy independientes, sin una organización política fuerte. Por eso, quizá, los españoles nunca pudieron dominarlos. No se podía capturar al líder como hicieron con los incas y someter así a todo el imperio. Las aldeas necesitan estar alejadas y no soportan más de doscientas personas porque viven de la caza, la pesca, la recolección y una rudimentaria agricultura. El medio ambiente no puede soportar más… Los achuar son muy celosos y tradicionalmente, si alguien aparece sin anunciarse, lo matan. Por lo que los buenos modales indican que uno debe vociferar a mediada que avanza hacia la aldea o la casa de otros. Hoy en día algunos tienen escopetas y lo hacen abriéndolas y soplando en el caño como si fuese una trompeta. Después esperan a que se les dé la bienvenida. Si no, no avanzan. Así recorrió Ángel ocho aldeas que están a uno o dos días de caminata entre sí. Habló, explicó, escuchó a los líderes de cada una y reunió la voluntad de todas: novecientas personas. Y se fue a Iquitos a hablar con las autoridades blancas.

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“¿Qué papeles tiene usted para probar que cuenta con el apoyo de toda su gente?”, le preguntaron. El trabajo de años se desmoronó con esa frase. Ángel salió como mareado de esa oficina y se sentó en una plaza con la cabeza entre las manos. En la otra punta del banco había una chica argentina de veinte años, estudiante de sociología del barrio de Belgrano. También tenía la cabeza entre las manos. Acababa de pelearse con sus padres, en medio de un viaje turístico, y había decidido seguir las vacaciones por su cuenta. Se encontrarían en Buenos Aires a fin de mes.

Así se conocieron María y Ángel. Él le contó su drama y ella le dijo: “Yo te ayudo”. Y volvió en la canoa con él. Cuatro días hasta llegar a las cañadas del río Morona. Y lo siguió por los senderos de la selva por semanas, visitando aldeas y escribiendo declaraciones de adhesión que los indígenas firmaban con una cruz sin entender más que lo que Ángel les explicaba.

María olvidó su promesa de volver a casa a fin de mes y su padre (un cardiólogo porteño) viajó por todo Perú buscándola. La policía le dijo que estaba secuestrada por los narcotraficantes y que debía pagar treinta mil dólares… Pero ésa es otra historia.

Ángel y María tenían un objetivo: sacar a los achuar de la pobreza extrema. Era un pueblo difícil de organizar y coordinar (“es como arrear gatos”, me dijo una vez un peruano), pero además debían hacerlo de forma en que las autoridades peruanas, de una cultura totalmente distinta, aprobaran. Y como si eso fuera poco, lidiando con el enorme poder de las petroleras multinacionales… Lo desafiante de la situación hace que sea un caso ejemplar para cualquiera que se enfrenta con un liderazgo complicado. Ángel tuvo claro lo que quería lograr. Buscó consenso con gran dedicación. Chocó con una fuerte desilusión pero no se dio por vencido. Consiguió entusiasmar a una aliada vital. Logró que se reconociera su representatividad hacia adentro y hacia fuera. Hizo una reunión de una semana (cuyo equipo de facilitación tuve la suerte de integrar) con todos los líderes de su gente para decidir qué pedirían a cambio de dejar entrar a la petrolera. Y finalmente negociaron un acuerdo, mucho tiempo después de que María hubiese sido encontrada por su padre y llevada de vuelta a casa para no volver nunca más.

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En mi última participación con ellos en la amazónica ciudad de Tarapoto, yo tenía un celular y comuniqué a Ángel con María, que estaba en Buenos Aires. Ángel aceptó el celular y no me lo devolvió hasta que se quedó sin batería. A medida que pasaba el tiempo y no me lo devolvía, cada vez me preocupaba menos el costo de la larga distancia que aparecería en mi cuenta y más me impactaba el honor de haber rozado tangencialmente una historia de amor y liderazgo, épica y posmoderna.

 

Autor Francisco Ingouville licenciado en Comercialización de la UADE y MPA de Harvard University, donde cursó un máster en 1996 como Mason Fellow, concentrando sus estudios en negociación, mediación y construcción de consenso. Su experiencia en marketing se basa en más de 20 años como publicitario. Actualmente es mediador, asesor en negociaciones y profesor en países como los Estados Unidos, Venezuela, Costa Rica, Ecuador, Holanda, Uruguay, Paraguay y Chile. Ha publicado los libros Del mismo lado (Grijalbo) y Relaciones creativas (Gran Aldea), que fue traducido al inglés y editado en Gran Bretaña y los Estados Unidos por Sage Publications.

Fuente: ERGO, publicación bimestral de ADRHA

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