Caso 1: El martes 6 de abril, a la hora de la cena, tomé una lata de atún, le hinqué el diente del abrelatas y comencé a girar la palanca rotatoria. No había llegado ni a la mitad del recorrido cuando el engranaje se rebeló. Retiré el abrelatas, lo miré y volví a ponerlo en el mismo punto. El engranaje seguía atascado. Manipulé con fuerza la palanca y de nada sirvió.
Retiré de nuevo el abrelatas y me puse a observar en detalle cada una de las piezas. Todo parecía funcionar bien; giraban sin ningún problema. Luego miré el extremo superior del utensilio y me pareció que estaba algo torcido. Tomé un martillo liviano y de di un par de golpecitos. Quedó perfectamente alineado. Introduje de nuevo el diente donde se había atascado el engranaje y nada ocurrió. Seguía sin poder abrir la dichosa lata. “Lata latosa, pero si ya lo probé todo… Abrelatas, lo siento mucho; por lo visto acabas de expirar, así que te vas directo al cesto de la basura”.
Retiré de nuevo el abrelatas y, antes de desecharlo, se me ocurrió clavar el diente en otro punto, a un centímetro escaso de donde se había atascado… ¡Eureka! El diente comenzó a cortar el círculo de aluminio como si el abrelatas estuviera recién comprado. ¡Te salvaste!.
Caso 2: Hace aproximadamente un mes, cuando compré un nuevo tarro de espuma de afeitar, noté que era difícil reacomodar la tapa del envase. Sin prestarle mucha atención al asunto, ponía la tapa en su lugar y la dejaba medio ajustada. “Defecto de fabricación. Veré si aparece alguna dirección electrónica en el envase para enviarle un comentario a la empresa fabricante”. Cierto día, me detuve a examinar la tapa y descubrí que tenía una hendidura en forma de V. “Bueno, mea culpa. Todo parece indicar que es una forma de ajuste diferente a la del envase de la marca que venía usando”. Tomé la tapa, la giré de un lado a otro y noté que al girarla encajaba perfectamente.
Analizando en retrospectiva una buena cantidad de contactos y propuestas de negocios, descubrí una serie de patrones de comportamiento que me motivaron a escribir las siguientes reflexiones. La primera y más importante de todas las conclusiones que acabo de sacar consiste en la comprobación de que ciertas personas, incluyendo a gerentes de grandes compañías y directores de área, poseen un coeficiente mediano/bajo —un 3/5—, cuando no deplorable —a algunos les pondría 1/5 sin dudarlo ni un segundo—, en habilidades de negociación.
Estas personas han incurrido una o varias veces en errores significativos de planeación, de percepción y de comunicación, en errores estratégicos, de procedimiento y de acertada estimación de las bondades y ventajas de una propuesta o proyecto, o en varios de los anteriores a la vez. Naturalmente, mis observaciones pueden ser cortas, relativas o no del todo aplicables al vastísimo universo de la gestión de negocios; imposible pretender abordar tantas variables de mayor o menor incidencia en tan corto espacio, aunque creo no equivocarme al suponer que en frentes de trabajo diferentes al mío la situación es más o menos parecida.
A mi juicio, en muchos casos se da algo así como una programación mental anticipada, una defensa territorial-primaria de nuestros intereses que termina propiciando el alejamiento de las partes negociadoras o sentenciando la muerte prematura de una oferta que pudo abrirnos nuevos y prometedores horizontes. ¿Por qué ocurre esto? ¿Cuál es el trasfondo de esa programación? ¿Acaso procede únicamente de los tecnicismos, de la burocracia o del afán de mantener intactos ciertos procesos comerciales o administrativos? ¿No será que en últimas se trata de proteger una zona de comodidad? ¿O de imponer nuestra superioridad a como dé lugar y jugar al “ceder nunca, tratar de entender al otro jamás”?.
Pienso que en el fracaso en la visión y en la gestión de negocios intervienen no solo los asuntos “estrictamente profesionales”. Esto, desde luego, suena a decisiones frías, objetivas y bien ponderadas. La verdad, no creo en tanta pulcritud y excelencia en la toma de decisiones, pues la evidencia me ha mostrado una y otra vez que muchos trámites de negociación están impregnados —o empapados— de subjetividades, apuros y superficialidades que distan mucho de lo “estrictamente profesional”… Por estas razones, más cercanas al carácter y a la categoría moral de las personas, es que no suelen presentarse explicaciones o justificaciones apropiadas. Se descarta la negociación y ya.
En los negocios también inciden —y de qué manera— la cultura en que vivimos, nuestra madurez, nuestras virtudes, valores y defectos. Si esto último parece de poca monta, es bueno que el lector se pregunte por qué en ciertas sociedades o países muchos ciudadanos obtienen, de una u otra forma, su cuota de ganancia, mientras que en otros ambientes gran cantidad de personas parecen destinadas a llevar todas las de perder. Hay quienes están acostumbrados a ganar todo el tiempo, y peor aún, quieren ganar y ganar a toda costa, pero algo de buena suerte les toca a aquellos que persisten en arrebatarles un pedazo de cielo a los poderosos.
Veamos cómo relaciono los casos 1 y 2 con lo que, a mi parecer, les falta o les sobra a muchas gestiones de negocios:
1. Autosuficiencia/Posición eminente o dominante: Es muy fácil y cómodo llegar a una negociación suponiendo que el proceso no va a desbordar los estándares habituales y que nuestra posición, oferta o prestigio hablarán por sí solos. Tenemos nombre, tenemos historia, hemos crecido y sabemos hacer bien las cosas. Conocemos de sobra nuestros productos (el atún, entre otros) y confiamos plenamente en nuestro modus operandi y en las bondades de nuestra estructura corporativa (el abrelatas). Nos presentamos a la negociación medio pasivos, cruzados de brazos y con aires de globo aerostático, felices de ser importantes y reconocidos. Esperamos, por supuesto, que la contraparte interprete bien esas señales (es decir, que recuerde todo el tiempo con quién está hablando) para que no tarde mucho en plegarse a todos y cada uno de nuestros requerimientos.
De repente, la contraparte resuelve hacernos un planteamiento de negocios que se sale de lo predecible y nos fuerza a hacer consideraciones inesperadas (el atasco). “No, lo que usted propone no tiene antecedentes, no parece viable”, “no, ese esquema no nos interesa, no lo conocemos, no lo hemos ensayado”, “hasta ahora hemos hecho esto y aquello de esa forma; por favor reconsidere su propuesta y trate de ajustarse a los estándares que hasta ahora nos han dado tan buenos resultados”, “usted puede ganar mucho si se alía con nosotros”.
La negociación llega entonces a un punto muerto. El proponente se decepciona porque la contraparte, en realidad, NO quiere negociar, o no se muestra dispuesta a presentar una contrapropuesta más allá de las simples abstracciones. Simplemente “la parte superior” cumple con la cita, escucha a medias y decide, a veces en forma arrogante y despectiva, que el negocio no cabe en sus patrones, que no es admisible porque desafía su posición eminente, su modus operandi, o porque no cabe en su presupuesto.
Esta disparidad ocurre todo el tiempo. Quienes tienen mayor peso o prestigio negocian amparados en un montón de presunciones o desde lo alto de un castillo de privilegios. Desde el punto de vista del proponente, esos alardes no son más que puras imposiciones. Y vienen los silencios y las esperas, el contacto cesa y, probablemente, todos pierden, unos más que otros… El tiempo lo dirá, y lo ha dicho de manera ejemplarizante y contundente (a J.K.Rowling, la autora de la heptalogía de Harry Potter, le tiraron la puerta en las narices en más de una oportunidad).
Si la “parte pequeña” o la que tiene mucho por ganar es creativa, decidida y flexible, de seguro no se dará por vencida. Convertirá ese silencio mortal en una nueva oportunidad y buscará la manera de propinarle ciertos golpecitos bien calculados a la férrea estructura de la contraparte, o hincará el diente un poco más allá del punto muerto. Tratará de negociar con la lata de atún, o probará con otra lata de atún.
En el siguiente artículo presentaré otras explicaciones, incluidas las que pueden desprenderse del caso 2, muy acordes con el carácter negociador de las “partes dominantes”.
Juan Carlos Díez P. – juandi61@yahoo.es Conferencista-Escritor.
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