Construía Sócrates una pequeña casa, en las afueras de Atenas, cuando algunas personas le preguntaron para qué serviría esa minúscula habitación. Él contestó que era para sus amigos. Admirados le replicaron que ahí no cabría casi nadie y entonces, con su ya tradicional y fina ironía respondió:
¡Qué diera yo por poder llenarla!
Los amigos son así. Los puedes contar con los dedos de la mano y siempre te sobrarán dedos. Por eso tal vez no tengas muchos, pero los que tienes siempre serán suficientes para llenar tu alma.
Un amigo es como la perla evangélica: cuando la encuentras, vas y vendes todo, con tal de poseerla. Un amigo no es un hermano de sangre, sino del corazón.
Por eso un hermano puede ser tu amigo pero un amigo siempre será tu hermano.
Un amigo siempre estará ahí, aún cuando no lo necesites.
A un amigo lo necesitas porque lo quieres; no lo quieres porque lo necesitas.
Con tus conocidos hablas, con tus amigos te comunicas.
Un conocido te oye, un amigo te escucha, y lo más importante es que no te escucha con sus oidos, sino con su corazón.
Un verdadero amigo no te espera, te busca.
No adivina, intuye, y tiene siempre la frase exacta con la que tu alma puede florecer de nuevo.
Un amigo verdadero te dice lo que es, no lo que quieres oir; camina tu sendero sólo por el placer de hacerlo y te dice siempre la verdad, que es en el fondo lo que tú esperas.
Un amigo no necesita pedir perdón, ni tampoco lo reclama; no busca explicaciones porque sabe que le bastan las que ya posee, y no busca ser comprendido sino comprender.
El amigo verdadero trae paz y no desasosiego; es constante no mudable; ofrece y nunca pide y las razones de su corazón son siempre transparentes porque afortunadamente no han sido contaminadas por el pragmatismo.
Un amigo es una casa cuyas puertas están siempre abiertas, es la roca firme contra la desesperanza, aquel que no contabiliza su tiempo, porque todo su tieeccleempo es tuyo, el que renueva tu espíritu con el consejo que necesitas, convierte tu tristeza en alegría y es como el rumor al río y el color amarillo para los jacintos que están inexorablemente unidos, y es por ello que siempre estará junto a ti, sin cobrarte por eso.
Un amigo te mira a los ojos, no te observa, te apoya, no te juzga, te habla de frente y no te lastima, está contigo en los tiempos buenos y en las épocas difíciles, porque finalmente sabe que lo que cuida es una parte de sí mismo, entrañable y cercana, esa parte que acaba siendo el todo en razón de la importancia que tienes para él.
Los amigos están juntos, aunque estén separados; se dan sombra sin protagonismos ni recelos; son remanso, lluvia fina o tempestad según sea tu derrotero y jamás buscan el bien propio, que es casi siempre la heredad del egoismo.
Quizá por eso los amigos no abunden, pero observando los que tienes, sabes de cierto que ya nunca estarás incompleto.
Alguien dijo alguna vez que tener un amigo es como tener un tesoro.
Quien tiene más de uno, ha multiplicado ese tesoro, el único que no se corrompe ni se destruye, porque está depositado en el Banco de su propio corazón.
Rubén Núñez de Cáceres V.
(De su libro «Para Aprender la Vida»)
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