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En décadas pasadas, en la economía industrial, la autoridad del jefe se apoyaba en sensible medida en el conocimiento que atesoraba; pero, ya en la era del saber y el aprendizaje permanente, en la economía del capital humano y el mercado global, el directivo ha de asumir nuevos desafíos de gestión y tal vez no pueda seguir siempre el rápido avance técnico en profundidad. Quizá, algunas creencias tradicionales podrían precisar revisión en más de un caso, y entre ellas las relacionadas con el poder y la autoridad del jefe sobre el subordinado.

Abordaremos sobre todo en estos párrafos la autoridad moral, la que los demás reconocen al margen de lo formal, porque tal nimbo parece deseable en quienes administran poder. La distribución y administración de este —el poder— viene ya siendo objeto de revisión en beneficio de la inteligencia colectiva (se habla del empowerment), y quizá especialmente dentro de la economía del conocimiento; pero, si el lector me acompaña, reflexionaremos aquí, sí, sobre la deseable autoridad moral del jefe, más relacionada con su desempeño del cargo que con el cargo mismo. También podríamos hablar de la autoridad moral de los subordinados, pero enfoquemos hoy al jefe.

Un libro reciente

Leí hace poco: “El día que no seas capaz de enseñar algo a los que dependen de ti —el día que dejes de sorprenderles— habrás perdido una parte importante de tu autoridad como jefe”. Se trataba de un nuevo libro de gestión de personas que decía ofrecer “un enfoque innovador”, y cuyo autor, Gabriel Ginebra, profesor en escuelas de negocios (IESE, EADA) y en la Universitat Abat Oliba CEU, y ya destacado miembro de uno de los “exclusivísimos clubs de profesionales en torno a Top Ten Business Experts”, defendía con amplio despliegue de argumentos la figura del jefe-maestro. De modo que la idea del jefe que sabe más que el subordinado y le enseña su trabajo, parece una idea vigente que se difunde en universidades y escuelas de negocios. Parece ser la idea que impera.

“Todo buen directivo debe ser un maestro, en el doble sentido de la expresión: maestro como alguien que sabe y maestro como alguien que sabe enseñar”. Esto se decía asimismo, y de hecho, en la información promocional podía leerse: “Póngase con paciencia a las tareas de enseñar, corregir y agradecer el trabajo. Con estos bueyes hay que arar”. Además de numerosos parabienes surgidos en torno al libro (según lo visto en Internet), en el prólogo, el prestigioso conferenciante Javier Fernández Aguado hablaba de una corriente de pensamiento, de un “movimiento que se viene calificando como Escuela Española de Management”. Se trata probablemente, sí, de la idea imperante en la formación de directivos.

Sin embargo, como lector interesado, me quedé pensando si no deberíamos reconsiderar esta creencia dentro de la emergente economía del saber y el innovar, la del aprendizaje permanente, la del capital humano. Mi punto de vista será tal vez muy particular, pero no me encajaba, desde luego, la imagen de los bueyes aquellos del tío Pedro en el escenario de la creciente importancia del capital humano en la economía; una importancia de la que en verdad se habla mucho, aunque quizá, como sostiene Tom Peters, también se haga a menudo sin creer realmente en ella (“mintiendo”).

Me preguntó una vez un empresario (creo que fue en 2008) qué entendía yo por economía del conocimiento, y le respondí, sobre la marcha y brevemente, que era aquella en que el subordinado debía saber más que el jefe (de su propio trabajo, quería yo decir). Quizá yo estaba equivocado —aquel empresario pareció fruncir el ceño—, o la simplificación era demasiado atrevida, siendo tan diversa la casuística; pero me viene pareciendo que emerge la economía del “capital humano”, mientras va perdiendo vigencia la de los “recursos humanos”.

En el libro de que les hablaba, que iba a ser presentado en la EOI (Escuela de Organización Industrial) de Madrid, se señalaba que “dirigir personas no es la única función, ni quizá la más importante” (del jefe), que “ser buen directivo no sólo consiste en ser un buen gestor de personas”; pero se enfocaba decididamente esto último, acudiendo al apoyo inexcusable del conocimiento y destacando la incompetencia de los subordinados, supuestamente extendida. Se decía que “la gestión de personas es, fundamentalmente, gestión de incompetentes”, con lo que se explicaba la necesidad del jefe-maestro.

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Quizá se daba por sentado que el recorrido curricular del directivo ha de atravesar dos campos: la formación en gestión empresarial y la formación técnica en la actividad correspondiente. El directivo habría de desplegar, al menos y al parecer, su aprendizaje permanente en ambos terrenos, además de dedicarse a la enseñanza de sus subordinados (incompetentes en su mayoría, según el pensamiento formulado).

Como cada uno infiere con libertad —con acierto o sin él, pero libremente—, llegué incluso a pensar que el trabajador cualificado de nuestros días, que sigue cursos de formación continua y se da asimismo al aprendizaje informal y el autodidactismo, debía empero cuidar de no llegar a saber más que su jefe, por prudencia; para no alterar el statu quo ni interferir el culto al ego de su jefe-maestro. Aún más: si hubiera de imponerse el poder sobre el saber, bien podría el subordinado cuestionarse la necesidad de seguir cursos, de aprender… Felizmente el auténtico aprendedor no suele desistir, y, por eso y por ejemplo, hoy gira ya la Tierra alrededor del Sol, después de casi veinte siglos intentándolo.

Claro, en el escenario que se me presentaba, los “bueyes” (llamativa expresión, la repetida en aquel libro) no debían saber más que el agricultor: había necesariamente que proclamar la incompetencia del subordinado (“la gestión de personas es, fundamentalmente, gestión de incompetentes”)… Pero mi reflexión incluyó además la carga de trabajo del directivo dibujado, que podía llegar a ser muy elevada, si tenía muchos subordinados a los que enseñar y guiar (se hablaba también de administrar premios y castigos); ello restaría a este moderno capataz atención a otras funciones estratégicas, si las tuviere encomendadas.

La autoridad del conocimiento

Después de estos y otros primeros pensamientos libres —reactivos, entrópicos— que me dispersaban, volví a la cuestión de la autoridad basada en el conocimiento, que es a lo que deseo llegar. Obviamente, el jefe tiene la autoridad formal, y bueno parece que también posea alguna autoridad moral; pero pensé que esta no venía del cargo, ni de los títulos y diplomas, que debía ser reconocida y atribuida por los subordinados. Estos pueden otorgarla en general y para cuestiones particulares, y pueden hacerlo desde luego en respuesta al conocimiento atesorado; pero asimismo puede atribuirse en respuesta a las fortalezas del jefe, y a su desempeño ejemplar de funciones relevantes y trascendentes para la marcha de la empresa o el departamento.

Si el jefe hubiera llegado a jefe por su buen saber y hacer, habría probablemente espacio para la autoridad del conocimiento; aunque quizá habríamos de recordar también aquí el principio que formulara Laurence J. Peter. Y si hubiera llegado por su capacidad de gestión, esta debería materializarla él y no tendría que transmitirla a sus subordinados… Todo esto pensaba yo, pensador crítico, estimulado por las ideas encontradas y llevado por inferencias tal vez particulares. Cada uno cuenta con sus puntos de vista, sus modelos mentales, sus memes.

Desde los míos (mis memes), diría —me animo a expresarlo aunque no me extienda en explicarlo— que si la autoridad moral del jefe hubiera de basarse de modo sensible en su conocimiento, mala cosa sería. Cada uno, jefe y subordinado, habría de poseer unos conocimientos específicos, y tal vez los del primero no incluirían necesariamente los del segundo, cada día más obligado este a manejarse con detalles técnicos en su trabajo, y más obligado aquel a atender al futuro, al mercado, a los clientes, a los cambios, a la sinergia, a los recursos, a las oportunidades…

Mientras formulaba estas reflexiones, di casualmente con un valioso texto archivado de Borja Vilaseca. Leí: “Según el Foro Económico de Davos, la baja productividad de las empresas españolas en 2006 se debió, en un 60%, a la pobre calidad directiva. Y no sólo eso. Ese mismo año y según una encuesta de la prestigiosa revista Fortune, la mitad de los directivos despedidos por grandes multinacionales salieron por la puerta pequeña por sus constantes muestras de insensibilidad hacia sus colaboradores”. Al leer esta parte del interesante artículo de Vilaseca, recordé que Richard Boyaztis, en los inicios del competency movement, apuntaba una positiva consideración de los colaboradores (positive regard), como característica destacable de los directivos más competentes. Poco que ver, pensé, con lo del los bueyes del tío Pedro.

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Pero sigamos con la autoridad del jefe-maestro. Dados ambos —jefe y subordinado— al aprendizaje permanente, no cabría descartar que el subordinado pudiera enseñar también algo al jefe (incluso en temas de dirección, pero sobre todo en aspectos técnicos), y de hecho creo que así se produce con naturalidad en las empresas más inteligentes e innovadoras. Los expertos en inteligencia organizacional sugieren reducir las distancias jerárquicas y compartir metas, aunque en verdad se topa a menudo con la defensa, a toda costa, del statu quo: algo que ha caracterizado siempre al poder en diferentes ámbitos.

Quizá algún jefe se sienta amenazado por el saber del trabajador, no cabe descartarlo; pero, si así fuera, recuerde aquel que la amenaza podría estar más en una sed de poder del subordinado, que en su afán de aprender y saber. Ábrase, diría yo, espacio al conocimiento y el aprendizaje permanente del profesional técnico de los diferentes campos, y encare el profesional de la gestión los retos y desafíos —que muchos son— de la economía de nuestro tiempo. Allá donde el jefe hubiera de ser un moderno capataz, tal vez habría que distinguir mejor entre “mandos” y “directivos”.

En general y en la medida en que el superior se empeñe hoy en saber más que el subordinado, este podría asociar la autoridad al conocimiento y el conocimiento a la autoridad, y, quién sabe, renunciar tal vez a aprender de forma orquestada. Creo que no debe haber tal empeño ni tal asociación, en la emergente economía del saber. El directivo puede ciertamente dominar lo técnico, ya sean aspectos teóricos o procedimentales, o sean todos los aspectos; pero la tendencia parece apuntar, si el lector asiente, a que el experto técnico sea el subordinado y para eso se forme continuamente, sin menoscabo de la unicidad o particularidad de cada organización.

Nutrir la autoridad

Creo que el directivo podría ciertamente nutrir su autoridad si se lo propusiera, sin proclamar una presunta incompetencia generalizada de sus subordinados. Aunque hubiera tal incompetencia, no parece preciso hacer bandera de ella para mayor gloria del jefe, sino que procedería acudir a las iniciativas de formación continua para neutralizarla. Que el subordinado sepa que su jefe le percibe como buey al que debe guiar, no va a nutrir la autoridad del segundo ante el primero, sino que quizá va a eliminarla o reducirla.

¿Cómo puede el directivo nutrir hoy su autoridad moral ante los subordinados? Hay que insistir en que la autoridad moral, como el liderazgo, no es patrimonio del directivo; pero bueno parece que el directivo la cultive. Se diría que cuenta con un amplio margen para la mejora, a juzgar por los datos del Foro de Davos y otras numerosas referencias más recientes a que accedí; de modo que ha de ponerse a ello. Pero no, tal vez no debería el directivo empeñarse en saber más que el subordinado (dicho de otro modo, en que el subordinado sepa menos que él); especialmente, si tal empeño le llevara a desatender los retos de gestión estratégica y táctica que ha de encarar.

Quizá su autoridad, el respeto íntimo de sus subordinados, se nutriría hoy precisamente del respeto con que el propio directivo trate a sus subordinados; también de rasgos como la integridad, la efectividad, el buen juicio, la inteligencia social, la perspectiva… Yo recuerdo ahora las 25 fortalezas de Seligman, pero habría que preguntar a los subordinados qué piden a sus jefes y qué valoran en ellos, y puede que la respuesta apunte a una gestión excelente, que asegure el futuro (en tan difíciles tiempos) e incluya el debido reconocimiento de la contribución de cada subordinado; que apunte más, si queremos decirlo así, a un liderazgo catalizador que a un liderazgo capitalizador. No, no creo que el trabajador que practica el aprendizaje permanente, pida a su jefe que sepa más que él.

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Lamentablemente, en algún caso el subordinado portador de capital humano, puede ver sus logros capitalizados por su jefe; sus conocimientos, capitalizados por su jefe o por el área de formación; su buen hacer, capitalizado por el área de calidad… En estas condiciones de méritos hurtados, el trabajador no vería mucha autoridad moral a su alrededor. Pero también hay, seguramente en mayor número, buenas empresas y directivos, como hay competentes trabajadores que como tal son percibidos, y que además reconocen autoridad moral a sus jefes, al margen del saber técnico; que reconocen y valoran la función de dirigir, cuando felizmente se ejerce de modo profesional y no de modo tosco.

Mensaje final

Observe cada lector las realidades que le circundan, pero tal vez, si dejamos que la autoridad del jefe se siga apoyando sensiblemente en un conocimiento que sorprenda cada día a los subordinados, estemos poniendo un obstáculo, una limitación, tanto al aprendizaje permanente de estos, como a la propia autoridad que deseamos nutrir. Yo dejaría en cada caso la autoridad del conocimiento para el propio conocimiento, sea quien fuere quien lo ostente, y contando con que se aplique en la tarea siempre que resulte técnicamente posible; pero no deseo llevar razón sino llevar a la reflexión. Cincuenta años después, caben posiciones más cercanas a la teoría X, y otras más próximas a la teoría Y (de McGregor).

El conocimiento es un valor en alza y resulta inexcusable en quien haya de utilizarlo, salvo que este sea obligado por su jefe a preterirlo; asimismo, una excelente gestión profesional y estratégica resulta cada día más inexcusable en el aseguramiento del futuro, tan amenazado para las empresas de nuestro tiempo. Tras más elevadas cotas de productividad y competitividad, parece preciso contar con la competencia y la profesionalidad de los jefes y asimismo de los subordinados, todos aprendedores permanentes. Asienta o disienta el lector y llegue a sus propias conclusiones, pero tenga un buen año 2011.

Ing. José Enebral Fernández – jenebral@yahoo.es  – Consultor y conferenciante.

 

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