por José Enebral Fernández

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por José Enebral Fernández

Hace meses escribí unas reflexiones que acababan apostando, en la empresa, por un liderazgo menos capitalizador y más catalizador; más abierto al despliegue y aprovechamiento del potencial de las personas en la emergente economía del saber y el innovar. Puede, sí, que a fuerza de subrayar el liderazgo de los jefes, lo cultivado haya sido, sobre todo, el seguidismo de los subordinados. No sé si los jefes son de verdad más líderes, pero sí parece que se desaprovecha buena parte del capital humano disponible en las organizaciones, acaso especialmente en nuestro país.

Mi interés por este asunto —por la mejor concepción del liderazgo en la empresa, tras las deseadas cotas de productividad y competitividad— me llevó por entonces a consultar el pensamiento de diversos expertos nacionales y recuerdo haber topado, por ejemplo (Urarte, Fernández Aguado…), con la necesidad de distinguir entre “líderes” y “alborotadores”, también en el mundo empresarial. En beneficio del concepto de liderazgo, algunos de nuestros autores más conocidos nos presentaban a personajes siniestros de la Historia como meros agitadores o alborotadores, y no como auténticos líderes. 

Se supone que en los líderes auténticos se puede confiar; pero tal vez eso no debería llevar a los demás al seguidismo, sino a la proactividad tras las metas propuestas y compartidas en las empresas. Por ahí iban mis cavilaciones, por el temor a que el engrandecimiento del líder se haga a costa del protagonismo de los supuestos seguidores, especialmente cuando lo que se enfoca es la relación jerárquica cotidiana entre los trabajadores y sus jefes. La relación jerárquica entre unos y otros debería tal vez ser, sobre todo en la economía del saber, más profesional y no tan impregnada de seguidismo.

También y al respecto, trabajando yo para consultoras, venía obviamente recurriendo desde hace décadas a autores como Peters, Goleman, Bennis, Kotter, Kouzes, Senge o, por supuesto, Peter Drucker. Este decía hace 20 años en Managing for the future (página 102): “What distinguishes the leader from the misleader are his goals”. Drucker, tras esta llamada de atención sobre las metas, destacaba asimismo enseguida la genuina asunción de responsabilidad —sin grandes exhibiciones de poder—, como característica de los mejores líderes. 

Me pareció que ninguno de nuestros expertos nacionales se distanciaba del maestro de maestros, aunque, quizá porque se diera por sentado, se hablaba menos de la definición de metas y de la responsabilidad, y se hacía más de otros aspectos, incluida la ética. Los “alborotadores” parecían ser aquellos que se desmarcaban de la ética para embaucar a sus seguidores tras metas muy cuestionables; de este modo y si lo entendí bien, los ejecutivos que optaban por preterir la ética no eran auténticos líderes, pero sí lo eran los íntegros que asumían su responsabilidad y compromiso tras las metas formuladas. 

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Acaso resulte ciertamente más estético hablar de “líderes y alborotadores”, en vez de hacerlo de “íntegros y corruptos” o “auténticos y falsos”, pero, en sus últimos años, Drucker (entrevista en Business 2.0, año 2000) parecía vincular a los ejecutivos más con la codicia que con la ética… Temo que, sin hablar ciertamente de una mayoría, sean numerosos los ejecutivos que han venido haciendo compatible su condición de líderes con la de corruptos o codiciosos…, hasta que se destapa lo oculto y aun después. Se dice que los mejores líderes prefieren no hacer ocultaciones relevantes y que tampoco ponen mucho empeño en disimular sus carencias. 

Volvamos a las metas. No perdamos de vista las metas, la calidad de las metas, su consecución, su atractivo para los seguidores… Cabe insistir en ello porque, si la meta es suficientemente atractiva, el seguidor podría dirigirse a ella más por puro magnetismo que por mero seguidismo. En efecto, se diría que lo más determinante del liderazgo en la empresa son las metas perseguidas —a las que el líder conduce—, y al respecto todavía conservo un apunte tomado de José Antonio Marina: habríamos de evitar metas equivocadas, imprecisas, inalcanzables, contradictorias, mal compartidas, insolidarias… 

Temo que hablamos más a menudo del liderazgo desviando la mirada hacia los supuestos seguidores, y no lo hacemos tanto sobre la calidad de las metas objeto de aquel. Puede que me haya documentado poco pero me ha parecido, sí, que numerosos modelos de liderazgo apuntan más a las relaciones jerárquicas que al tipo de metas empresariales a formular. No sé si el lector asentirá con alguna dosis de sintonía, pero imagino ahora, por ejemplo, un bodeguero (perfil empresarial autotélico) deseando obtener los mejores caldos de la comarca (los beneficios vendrán como consecuencia), e imagino también a algún otro empresario, en cualquier actividad (perfil empresarial más exotélico), deseando liderar el mercado a toda costa para obtener los máximos beneficios (la actividad sería solo un medio). 

Cabe recordar que en España se empezó a hablar más intensamente del liderazgo a la vez que —primeros años 90— se ponían en marcha cambios culturales en grandes empresas. Con la ventaja del paso del tiempo y aunque puedo estar desde luego equivocado, los percibo, en general, como brotes de cierto alboroto desplegado para facilitar la introducción de grandes cambios, aunque de cambios no siempre tan relacionados con las creencias y valores de la organización: también traídos por el avance técnico, la reingeniería de procesos, la globalización… 

Es verdad que el primer ejecutivo, a modo de gran corifeo, de sumo sacerdote, proclamaba por entonces sus mandamientos y definía sus liturgias; pero no sé si la nueva religión generaba más escépticos que creyentes, ni si a estos movía la fe o la sumisión. Lo que sí se produjeron fueron muchos despidos. Recuerdo a un primer ejecutivo que fue tenido por un gran líder mientras reducía la plantilla hasta la décima parte, aunque su discurso apuntara a liderar el mercado, a lograr el reconocimiento de excelencia de la EFQM, a cultivar el orgullo de pertenencia… 

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En aquel tiempo en que sonaba tanto el liderazgo, yo bromeaba con un colega y decía que “un líder es un señor que dice cosas”. En efecto y en más de una organización, se escuchaba decir con frecuencia “el presidente ha dicho…”, “como dice el presidente…”, “el presidente quiere…”; en definitiva, parecía que todos pensábamos menos y aplicábamos el pensamiento del correspondiente gran líder. 

El lector joven, que no vivió aquello, me agradecerá tal vez que concrete el alboroto. Por ejemplo y siempre desde mi punto de vista, se predicaba con insistencia el trabajo en equipo, y cada individuo había de pertenecer a un equipo de trabajo, o a varios. En las reuniones correspondientes, no siempre se llegaba a alguna conclusión bien definida, y, si se llegaba, tampoco siempre se aplicaba; pero las reuniones eran cotidianas en las empresas y cada director de área reportaba la buena nueva: en su área se trabajaba en equipo. No parece que se tratara de hacer más en equipo el trabajo habitual, sino que los equipos se orquestaban para misiones especiales, a menudo relacionadas con la mejora continua. 

No sé si percibidas a modo de consignas o lemas de scouts, se proclamaban, como se recordará, unos valores corporativos y se enmarcaban en cuadros que se colgaban por los pasillos… Se pensará que por entonces ya se habían superado las torpezas denunciadas por Scott Adams en El Principio de Dilbert; pero lo cierto es que uno, no tan sénior entonces, detectaba, empero y en ocasiones, algunas contradicciones y paradojas funcionales. 

Sin olvidar los procesos de cambio conducidos con satisfacción y éxito, no pocos sufridores percibieron los suyos más próximos a la alienación, que a la alineación tras metas compartidas. Pero también he sabido de alborotos de otra índole, aunque igualmente amparados en el cambio. Me contaba un colega que a su empresa llegó, traído por la casa matriz en los años 90, un nuevo y joven primer ejecutivo, con gran afán de notoriedad, siempre dispuesto a hacer juicios rápidos de los demás, que revolucionó la organización para gran perplejidad de los muchos afectados. 

Este ejecutivo declaró que a partir de ese momento se iba a trabajar en equipo; proponía además cambios en casi todo, aunque sus propuestas y conductas causaban a veces algún estupor; intensificó de manera desmedida la presencia en los medios; emitía notas de prensa diciendo que se iba a multiplicar por cuatro la facturación en dos años (luego realmente fue disminuyendo)… Nadie sabía a qué atenerse, hasta que radio macuto empezó a hablar de intenciones de la empresa matriz: vender la empresa al mejor precio posible. 

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Podrá pensarse, sin duda, que algunas organizaciones precisan ser sacudidas, agitadas, periódicamente para acabar con enviciamientos arraigados, y hasta que el alboroto forma, en estas ocasiones, parte del espectáculo. Bienvenido sea el salto cuántico dado, si supone la transición del vicio a la virtud; pero quizá pueda lograrse el efecto sin exceso de alboroto, como parecen sugerir nuestros expertos, al separar a los líderes de los alborotadores… En el futuro se habrá de cultivar con más cuidado la excelencia o inteligencia de la organización, para evitar la aplicación de grandes remedios

Con mayor o menor intensidad de cambios precisos, sin menoscabo de la unicidad de cada organización, la contribución de las personas pasa seguramente por conocer y compartir unas metas en suficiente grado atractivas, estimulantes, a las que dirigirse con sensible dosis de profesionalidad y protagonismo, y no como anónimos seguidores. Mucho mejor, si son conocidos los resultados específicos que de cada persona se esperan; porque de ese modo se experimentarán sentimientos de significancia, desafío, pertenencia, competencia… y se desplegará todo el potencial.

Autor José Enebral Fernández

 

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