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Ernesto Gore, director del Centro de Educación Empresaria y del Departamento Académico de Administración de la Universidad de San Andrés, escribirá una serie de artículos para MATERIABIZ sobre el conocimiento en las organizaciones. La primera entrega: una definición de creatividad… 

Por Ernesto Gore

Iniciamos aquí una serie de notas sobre el conocimiento en las organizaciones. Comenzaremos con una revisión de los conceptos básicos, para pasar luego a la generación transferencia y retención del conocimiento y su gestión.

El conocimiento se ha convertido en un factor de la producción. Tal vez lo haya sido siempre (aunque imperceptiblemente). Ahora, se ha vuelto evidente de la mano de la aceleración de los tiempos provocada por la revolución en los transportes y de las telecomunicaciones.

La consecuencia más directa de la globalización es que, aun cuando las barreras regulatorias de los países son mayores de lo que suele decirse, toda producción con márgenes de rentabilidad interesantes termina compitiendo (tarde o temprano) con alguien que, en cualquier otro lugar del planeta, lo hace mejor, más rápido o más barato.

Entonces, como nadie quiere que su producto se convierta en un “commodity”, achicando sus márgenes y compitiendo sólo vía precio, todos están obligados a innovar.

Innovar implica ser creativo pero mucho más que eso: es darle forma organizativa a la creatividad con el objetivo de aumentar el valor de los productos mucho más que sus costos.

La innovación suele implicar creatividad y rigor, y no se da solamente en el producto mismo. Se puede innovar en cualquier cosa que aumente su valor a los ojos del cliente. Se ha dicho con razón que, si inventar es poner dinero para sacar ideas, innovar es poner ideas para sacar dinero.

La innovación siempre tiene una dimensión técnica y otra organizativa. Ambas deben ser dominadas. Cuenta Donald Schön que cuando 3M decidió comenzar a producir su exitosa “cinta de pintor” utilizando el celofán que por entonces comenzaba a fabricarse, la gran duda era para qué serviría una cinta adhesiva transparente. ¿Cuál es su valor agregado?

Se pensó entonces que podría ser útil para reparar libros en bibliotecas y billetes en bancos. Por algún motivo, esa idea de alguien remendando billetes, les sugirió un escocés y la bautizaron “cinta scotch”.

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Al poco tiempo, los vendedores comenzaron a notar que este producto, pensado como un B2B, era utilizado por los empleados para fijar carteles, forrar cuadernos, rotular cajones, carpetas y estantes y hasta hacer manualidades.

Estaban frente a un producto de consumo masivo. Pero llevar este producto al mercado no sólo implicaba “vender” diferente, sino también fabricar en distintos tamaños, colores, anchos y diseños, distribuir de otra manera y con otros volúmenes, facturar distinto, etc, etc, etc…

Ni qué hablar del revolucionario soporte de escritorio que permitía utilizar la cinta para envolver paquetes en el comercio minorista, y el racionador que permitió utilizar la cinta ancha para el embalaje, ¡cuántos kilómetros de cinta se habrán vendido gracias a innovaciones tan simples!

La empresa podía innovar porque investigaba, pero no investigaba solamente en el área de I&D, la búsqueda era parte de la vida organizativa y las relaciones entre las personas permitían que la búsqueda fuera posible.

La búsqueda es operable cuando en la organización no solamente hay espacio para explotar lo que ya se sabe sino también para explorar nuevas posibilidades. Cuando preguntar es posible y cuando defender lo que se cree también.

Todas estas cosas sutiles parecen tonterías para quien tiene la idea de la organización como una máquina, hecha de cosas duras. Sin embargo, cuando hablamos del valor económico del conocimiento, sutil y volátil por antonomasia, hablamos precisamente del valor del inasible, de lo etéreo, de lo aparentemente secundario.

Ernesto Gore
Director del Centro de Educación Empresaria y Director del Departamento Académico de Administración de la Universidad de San Andrés

 

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