Por Juan José García

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trampas del egoPor Juan José García

Hace poco tiempo apareció la noticia de que un jugador de fútbol había encargado a un escultor italiano una estatua suya, de tamaño natural, para decorar la villa que tenía en Italia. Algunos medios decían que iba a reproducir una foto que dio la vuelta al mundo, otros que sería la postura de este jugador en el momento de meter un gol para resaltar todos sus músculos. También variaba la información sobre si se utilizarían piedras preciosas para los ojos, etc. La sensación que trasmitía la noticia es que la excentricidad del gesto inspiraba a los periodistas suposiciones diversas.

Seguramente a ningún empresario se le ocurriría semejante dislate; o en caso de ocurrírsele lo desecharía inmediatamente. A lo sumo unas fotos, quizá hasta un retrato. Pero poco más. Un mínimo de sensatez impide exponerse a que expertos en patologías lo detecten a uno como un ególatra incurable.

Espejito, espejito…

De todos modos, aunque lo del futbolista sea una conducta extrema, no es tan raro que el ego les tienda una trampa a los gerentes generales. Una trampa menos evidente y quizá por eso más nociva porque tiene resultados nefastos para la empresa. No es raro que alguien repita que sería un fracaso de su gestión que la empresa que fundó, o desarrolló notablemente, no pudiera funcionar en su ausencia. Pero cuando tiene que ausentarse por un período medianamente prolongado y todo sigue funcionando sin inconvenientes sienta una peculiar desazón. Porque una cosa es la teoría y otra la práctica. Ni hablar si esa persona es reemplazada en su cargo y comprueba que quien le sucede hace las cosas tan bien o mejor que él.

Pero sin llegar a esos extremos está el gerente general que lo ha hecho todo, pero a medida que comienza a crecer su empresa es incapaz de delegar porque por una parte no quiere perder el control de nada, pero también porque no confía en que sus colaboradores pueden hacerse cargo de tareas que a él ya no le corresponden. Por lo general son personas valiosas, con claras dotes de liderazgo, pero que fallan a la hora de desarrollar auténticos líderes. Lo que hacen es promocionar líderes “serviles”, personas capacitadas pero que actúan como prolongaciones suyas. Grandes trabajadores que nunca toman decisiones y que por tanto jamás estarán preparados para dirigir realmente una empresa ni sacar adelante un emprendimiento. Ese fue el caso de Henry Ford, tal como lo narra Peter Drucker[1], que estuvo a punto de llevar a la ruina a la empresa gigante que él mismo había fundado.

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Podría parecer que las trampas del ego son ineludibles. Aunque todos nos sabemos mortales y a medida que pasan los años es una experiencia cada vez más reiterada que estamos de paso y que poco a poco nos vamos convirtiendo en sobrevivientes, aún así la vorágine diaria nos impide muchas veces hacernos cargo de la realidad más cabal. Y programamos y proyectamos como si fuéramos inmortales y la empresa eterna, sin darnos cuenta de que precisamente para que la empresa continúe muy probablemente con el paso del tiempo haga falta otra persona, con otro perfil, otra historia y otras capacidades que pueda llevarla adelante.

Cuando hice el Programa de Alta Dirección, en la primera sesión en la que fuimos recibidos por el entonces Decano del IAE, nos dijo entre muchas otras cosas que la primera preocupación que debíamos tener era pensar en quién podía sustituirnos en la gerencia general. Y abocarnos desde ya a prepararlo. En este sentido podría ser un ejercicio razonable y saludable pensar al menos unos minutos cada día en uno mismo fuera del cargo que tiene. Para volver después con todo el entusiasmo que corresponda a trabajar duro tomando las decisiones que sean necesarias. Pero desde ese ejercicio previo con el que se puede adquirir una perspectiva que generalmente pierden quienes están como jefes en el puesto de mayor responsabilidad.

Porque el otro peligro que amenaza a los gerentes generales es que acaben convirtiéndose en el rol que desempeñan. Riesgo nefasto porque por ley de vida en algún momento cambiará ese rol. Y si la propia identidad se constituyó sobre el papel que a uno le ha tocado representar se generan unas crisis que difícilmente podrán superarse porque muchas veces ni siquiera se sabe qué le ocurre realmente a uno. Y entonces se comienza a vivir en el pasado, intentando reproducir las innumerables circunstancias en las que se desarrolló la gerencia general, y buscando culpables de la actual situación, del inconsolable infortunio personal.

Quizá la grandeza de una persona se demuestre en su capacidad para vivir al día, rompiendo de continuo el espejo que tiende la trampa de un narcisismo estéril. Y que no solo rompe el espejo sino que ni siquiera tiene tiempo a regodearse en los propios logros, porque cuando se cede a esa tentación ya se está comenzando a edificar el pedestal de la propia estatua íntima, quizá más irrisoria que la otra que se encarga a un escultor.

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Autor Juan Jose Garcia

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