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Oh, capitán, mi capitán...

La memoria no suele ponerse de mi lado, pero creo recordar bien el día que la maestra de lengua nos llevó a la sala de audiovisuales para ver el Club de los Poetas Muertos y nos pidió que apuntáramos las frases que más nos llamaran la atención. Se llamaba Carmen y adoraba su trabajo, pero su falta de autoridad y su facilidad para perder los papeles la encerraban en un círculo vicioso del que no sabía escapar.

Debía tener solamente unos once años, pero la película me fascinó. Aquella rebeldía del profesor que anima a sus estudiantes a enfrentarse a la norma, a poner en cuestión la forma en que se supone que deben ser las cosas, a utilizar la poesía como una vía de escape hacia mundos deseados; aquella actitud de subirse sobre la mesa para “cambiar la perspectiva”, para atreverse a mirar al mundo de otra manera: aquello era la libertad.

Sólo tenía once años, pero durante una época larga intenté vivir siguiendo sus enseñanzas, que llevaba apuntadas en un cuaderno grande de cuadros pequeños.

Carpe Diem. Aprovecha el momento.

No olviden que a pesar de todo lo que les digan, las palabras y las ideas pueden cambiar el mundo (…). Les contaré un secreto: no leemos y escribimos poesía porque es bonita. Leemos y escribimos poesía porque pertenecemos a la raza humana; y la raza humana está llena de pasión. La medicina, el derecho, el comercio, la ingeniería, son carreras nobles y necesarias para dignificar la vida humana. Pero la poesía, la belleza, el romanticismo, el amor son cosas que nos mantienen vivos.

Sólo al soñar tenemos libertad, siempre fue así y siempre así será.

Coged las rosas mientras podáis,
veloz el tiempo vuela.
La misma flor que hoy admiráis,
mañana estará muerta.

El listado ocupaba más de dos páginas. La película me hizo pensar que transgredir los límites no sólo era posible sino deseable. Comencé a expresar lo que pensaba con metáforas y gestos extraños, sabiendo que estaban fuera de lugar, y a organizar una sociedad secreta con todos aquellos que sintieran la pasión por las frases grandilocuentes y la necesidad de respirar. No parecía difícil.

Los problemas empezaron pronto. Enseguida descubrí que a mis compañeros la película no les había dicho nada. No esperaba que la mayoría pensara como yo, pero no podía creer que no hubiera al menos una persona con la que compartir mi entusiasmo. Nos habían dicho que podíamos darle la vuelta a todo, pero los chicos seguían pensando en el fútbol y los coches y las chicas en los cromos y el brilé. Mi optimismo empezaba a tambalearse.

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Empecé a interesarme por la poesía, pero en mi casa de padres obreros y sin estudios no había más que un puñado de libros religiosos y una novela de Torcuato Luca de Tena. Yo buscaba material fisionable y sólo encontraba carbón húmedo. La opción de encontrar a un señor Keating tampoco se materializaba. Mis maestros sabían que lo más lógico en un barrio como el mío era empujarnos para acabar la EGB y entrar en un módulo de FP. Todavía recuerdo aquella frase: no todo el mundo tiene que ir a la universidad: también necesitamos fontaneros y electricistas, y además cobran una pasta.

LO QUE NO APRENDIMOS EN EL CLUB DE LOS POETAS MUERTOS

A lo largo de los años he podido conocer a muchas personas que sintieron la misma fascinación que yo al ver el Club de los Poetas Muertos. Cuando alguien nombra una frase de la película, las miradas cómplices no consiguen disimular una sombra de escepticismo. A muchos de nosotros la vida nos ha enseñado que esa pasión por cambiar los esquemas es un elemento necesario pero no suficiente para ser libres.

La libertad que aprendimos en la película era una libertad interior, como la que nos presentan los libros de autoayuda. Al fin y al cabo, la Welton Academy era un lugar para chicos que sabían bien que serían los líderes del futuro, niños con posibilidad de obtener elevados títulos académicos que el día de mañana se convertirían en altos cargos del gobierno de turno y dueños de grandes empresas, herederos de fortunas familiares. Para ellos, soñar y emocionarse proporcionaba un alivio sin consecuencias hasta que llegara el momento de saborear las mieles del éxito, una forma fácil y cómoda de canalizar la rebeldía adolescente.

En mi clase, prácticamente nadie conectó con ese mensaje. Nosotros, los chicos y chicas del barrio, sabíamos que no éramos los chicos de la Welton. No teníamos la posibilidad de rebelarnos, y la mayoría ni siquiera se lo planteaba. Cuatro años después, todos habían optado por la formación profesional a la que nos empujaban, excepto aquellos que tuvieron que ponerse a trabajar y un pequeño grupo de cinco que fuimos a hacer bachillerato. De este grupo, algunos empezamos pronto a compaginar trabajo y estudios.

Lo que no aprendimos en el Club de los Poetas Muertos es que no todo es posible con desearlo. De esta parte se encargó la realidad. Fue ella la que nos mostró que existían (y existen) limitaciones sociales, económicas y educativas que restringían nuestro margen de acción y que no desaparecían por más que leyéramos a Nietzsche y aprendiéramos a tocar la guitarra para componer canciones en las que volcábamos nuestras frustraciones. No fue la película sino la vida la que nos enseñó que una parte de nuestro malestar tiene que ver con la violencia de la desigualdad, con la posibilidad de quedarnos sin futuro y de no contar con los medios para elegir libremente nuestra propia realidad.

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Al final, algunos aprendimos a aceptar que la esperanza y los sueños son una parte de cambio, pero que las condiciones materiales son una barrera titánica que sólo podemos aspirar a tambalear actuando directamente sobre la realidad, y a un precio en ocasiones muy alto. El propio suicidio de Robin Williams nos escupe a la cara que, desgraciadamente, no sólo vale con los sueños y aprovechar el momento. Existe la pobreza, existe el dolor crónico, existen las obsesiones, el desempleo, el frío, la economía financiera y el cáncer. Todos ellos se pueden aliviar pensando en positivo e ignorando la realidad, que tarde o temprano nos vuelve a golpear de nuevo y nos obliga a poner los pies sobre la tierra.

EL CLUB DE LOS PRESTIDIGITADORES VIVOS

Las cosas han cambiado poco con los años, y parece que a peor. Ahora la creencia de que todo-está-en-ti se ha convertido en una especie de religión, con profetas que nos venden falsas esperanzas en cualquier esquina. Después de tantos años de repetir las mismas ideas, estos prestidigitadores han conseguido que buena parte de la gente piense que cualquier cosa es posible si uno lo desea con todas sus fuerzas. Las víctimas llenan los despachos de los psicólogos y la caja fuerte de los fabricantes de psicofármacos.

Me pregunto si la señorita Carmen (sí, hubo una época en que llamábamos a las maestras “señorita” como si fuera un cumplido) sigue llevando a sus alumnos/as de colegio público a ver el Club de los Poetas Muertos sin avisarles de que las dificultades que se van a encontrar van a ser más grandes de lo que se pueden imaginar. Realmente no importa demasiado, ya que acabarán aprendiéndolo por sí mismos/as tarde o temprano. Sólo me queda el resquemor de pensar en aquellos/as que no consigan soportar el batacazo y acaben optando por el cinismo, por seguir buscando el alivio de las falsas esperanzas o, en el peor de los casos, por atajar el sufrimiento de una sola vez.

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