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Cómo piensan los líderes exitosos

Por Roger Martin

Nos atraen las historias sobre líderes eficaces en ac­ción. Su capacidad de decisión nos vigoriza. Los he­chos que se derivan de sus osadas iniciativas, que a menudo culminan en resultados exitosos, constituyen narra­ciones absorbentes.

Más importante quizás, recurrimos a los relatos de sus hazañas para extraer lecciones que se apliquen a nuestras propias carreras. Libros como Hablando claro (Edi­ciones B, 2002) y El arte de la ejecución en los negocios (Agui­lar, 2003) son inspiradores, en parte porque implícitamente prometen que podemos lograr el éxito de un Jack Welch o un Larry Bossidy con tan sólo emular sus acciones.

Buscamos lecciones en los actos de los grandes líderes. En cambio, deberíamos examinar qué ocurre en sus mentes, especialmente en su capacidad para crear a partir de las tensiones entre ideas en conflicto.

Pero centrarse en lo que un líder hace es erróneo. Lo que funciona bien en un contexto con frecuencia no tiene sentido en otro, incluso en una misma empresa o en la propia expe­riencia de un líder. Recordemos que Jack Welch, en los inicios de su carrera en General Electric, insistía en que cada negocio de GE fuera el número uno o dos en participación de mercado en su respectivo sector; años más tarde insistió en que esos mismos negocios definieran sus mercados de manera que sus participaciones no fueran mayores al 10%, obligando así a los ejecutivos a buscar oportunidades más allá de los límites de un mercado estrechamente concebido. Tratar de aprender de lo que Jack Welch hizo genera confusión e incoherencia, porque siguió –sabiamente, diría yo– cursos diametralmente opuestos en diferentes etapas de su carrera y de la historia de GE.

Entonces, ¿dónde buscar lecciones? Un enfoque más pro­ductivo, aunque más difícil, consiste en centrarse en cómo piensa un líder, es decir, en los antecedentes de sus actos, o en la forma en que éstos son generados por los procesos cogniti­vos del líder.

He dedicado los últimos quince años, primero como con­sultor en gestión y ahora como decano de una escuela de negocios, a estudiar a líderes con historiales ejemplares. Du­rante los últimos seis años, he entrevistado a más de 50 de esos líderes, a algunos durante ocho horas, y he descubierto que la mayoría comparte un rasgo un tanto inusual: tienen la predisposición y la capacidad para manejar en su cabeza, al mismo tiempo, dos ideas opuestas. Y luego, sin pánico y sin simplemente optar por una u otra alternativa, logran resol­ver creativamente la tensión entre esas dos ideas por la vía de generar otra nueva, que contiene elementos de las otras dos, pero que es superior a ambas. Este proceso de reflexión y síntesis puede ser llamado pensamiento integrador. Es esta disciplina –y no una estrategia superior o una ejecución im­pecable– lo que constituye el sello distintivo de las empresas excepcionales y de las personas que las dirigen.

No sostengo que esta idea sea nueva.Hace más de 60 años, F. Scott Fitzgerald veía“la capacidad de pensar al mismo tiempo en dos ideas opuestas y aun así conservar la capacidad de ac­tuar” como la característica de un individuo verdaderamente inteligente. Y, por cierto, no todos los buenos líderes muestran esta capacidad, ni tampoco es la única fuente para el éxito de quienes la poseen. Pero a mí me resulta claro que el pensa­miento integrador mejora tremendamente las perspectivas de las personas.

Sin embargo, es fácil que esta idea pase desapercibida, puesto que la conversación sobre gestión se ha desplazado en los últimos años desde el pensamiento a la acción (como lo atestigua la popularidad de libros como El arte de la ejecución en los negocios). Además, muchos grandes pensadores integra­dores ni siquiera están conscientes de su capacidad especial y, por lo tanto, no la ejercen conscientemente. Tomemos el ejemplo de Jack Welch,a quien he entrevistado: está claro que es un consumado pensador integrador, pero no lo sabríamos leyendo sus libros.

En realidad, el objetivo de este artículo es deconstruir y describir una capacidad que parece darse naturalmente en muchos líderes exitosos. Para ilustrar el concepto, me concen­traré en un ejecutivo con el que conversé extensamente: Bob Young, el colorido cofundador y ex CEO de Red Hat, principal distribuidor de software Linux de fuente abierta. El supuesto que subyace en mi análisis de su pensamiento integrador, y del de otros, es el siguiente: no es sólo una capacidad con la que se nace; es algo que se puede perfeccionar.

Pulgar oponible, Mente oponible

A mediados de los años 90, Red Hat se enfrentaba a lo que parecían ser dos vías alternativas de crecimiento. En esa época, la empresa vendía versiones envasadas de software Linux de fuente abierta, principalmente a fanáticos de la computación, periódicamente incorporando nuevas versiones con las últimas actualizaciones provenientes de innumerables desarrolladores independientes. Para hacer que sus ventas anuales superaran el millón de dólares, Red Hat podría haber elegido uno de los dos modelos básicos de negocio de la industria del software.

Uno era el clásico modelo de software propietario, utilizado por actores grandes como Microsoft, Oracle y SAP, que vendía a sus clientes software operativo pero no el código fuente. Estas empresas invertían fuertemente en investigación y desa­rrollo, protegían celosamente su propiedad intelectual, cobra­ban altos precios y gozaban de amplios márgenes de utilidad debido a que sus usuarios, al no tener acceso al código fuente, estaban esencialmente obligados a comprar actualizaciones en forma regular.

La alternativa, utilizada por numerosas empresas pequeñas, incluyendo a Red Hat, consistía en el modelo que se conoce como de software libre, en el que los proveedores vendían CD-ROMs que contenían tanto el software como el código fuente. Los productos de software no eran en realidad gratis, pero los precios eran modestos: US$ 15 para una versión envasada del sistema operativo Linux versus más de US$ 200 para Windows de Microsoft. Los proveedores ganaban dinero cada vez que armaban una nueva versión de las numerosas actualiza­ciones de desarrolladores independientes, pero los márgenes de utilidad eran estrechos y los ingresos, inciertos.Los clientes corporativos, que buscaban estandarización y predictibilidad, tenían dudas no sólo ante el software desconocido sino también antes sus proveedores pequeños y atípicos.

A Bob Young –un autocrítico excéntrico en un sector lleno de excéntricos que enfatizaba su adhesión a su empresa usando permanentemente calcetines rojos y un sombrero rojo– no le gustaba ninguno de los dos modelos. El modelo propietario, de alto margen, iba en contra de toda la filosofía de Linux y del movimiento de fuente abierta, incluso si hubiese existido una manera de crear versiones registradas del software. “Comprar software propietario es como comprar un auto con el capó sellado”,me dijo Young.“Si algo funciona mal, ni siquiera puedes tratar de arreglarlo”. Pero el modelo de software libre implicaba generar a duras penas una leve utilidad con el envasado y distribución de un producto gratis en un mercado marginal, lo que podía entregar retornos razonables en el corto plazo, pero donde un crecimiento rentable y sostenido era improbable.

Young suele decir que no es “uno de los tipos listos” del sector, sino un vendedor en un mundo de genios técnicos. Sin embargo, logró sintetizar dos modelos aparentemente irreconciliables, encaminando a Red Hat hacia un enorme éxito. Su respuesta a este dilema estratégico fue combinar el producto de bajo precio del modelo de software libre con el rentable componente de servicio del modelo de software propietario, creando en ese proceso algo nuevo: un mercado corporativo para el sistema operativo Linux. Como suele ocurrir con el pensamiento integrador, Young efectuó ciertos ajustes puntuales a ambos modelos que hicieron que la síntesis funcionara.

Aunque inspirada en el modelo propietario, la oferta de servicios de Red Hat era bastante diferente. “Si usted tiene un problema que hace colapsar su sistema”, dijo Young acerca del servicio que se compra a las grandes empresas propietarias, “usted llama al fabricante y le dice ‘Mi sistema se cayó’. Y él le dirá ‘Oh, qué lastima’, cuando realmente quiere decir ‘Oh, qué bueno’. Enviará a un ingeniero de varios cientos de dólares la hora a reparar su software, que ya estaba dañado cuando se lo envió, y llamará a eso ‘servicio al cliente’”. Red Hat, en cambio, ayudaba a las empresas a manejar las actualizaciones y las mejoras disponibles casi a diario mediante la plataforma de fuente abierta Linux.

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Young también hizo un cambio crucial al modelo engañosamente llamado de software libre: realmente regaló el software, presentándolo ahora como una descarga gratis de Internet en lugar de un CD-ROM barato pero engorroso. Esto permitió a Red Hat desprenderse de la multitud de pequeños vendedores de Linux al adquirir la escala y el liderazgo de mercado para ganar la confianza de los cautos clientes corporativos en lo que se convertiría en la oferta central de Red Hat: servicios, no software.

En 1999, Red Hat empezó a cotizar en bolsa y Young se hizo multimillonario en el primer día de transacciones. Para el 2000, Linux había captado 25% del mercado de servidores de sistemas operativos y Red Hat manejaba más de 50% del mercado global de los sistemas Linux. Al contrario de la gran mayoría de los emprendimientos de la era puntocom,Red Hat siguió creciendo.

¿Qué permitió a Young resolver la elección aparentemente excluyente entre dos modelos no atractivos? Fue su uso de una característica humana innata pero subdesarrollada, algo a lo que podemos llamar –en una metáfora que recuerda a otro rasgo humano– la mente oponible.

Los seres humanos se distinguen de casi todas las demás criaturas por una característica física: el pulgar oponible. Gra­cias a la tensión que podemos crear al juntar el pulgar y los dedos, podemos hacer cosas maravillosas: escribir, enhebrar una aguja, guiar un catéter a través de una arteria. Aunque la evolución otorgó al ser humano esta ventaja potencial, ésta se habría desperdiciado si nuestra especie no la hubiese ejer­cido en formas cada vez más sofisticadas. Cuando hacemos una actividad como escribir algo, entrenamos los músculos involucrados y el cerebro que los controla. Si no hubiésemos explorado las posibilidades de esta oposición, no habríamos desarrollado las propiedades físicas ni el conocimiento que la acompañan y estimulan.

Analógicamente, hemos nacido con mentes oponibles que nos permiten manejar dos ideas conflictivas en tensión cons­tructiva, casi dialéctica. Podemos utilizar esa tensión para pen­sar nuestro camino hacia ideas nuevas y superiores. Si sólo fuésemos capaces de manejar en nuestras mentes un pensa­miento o idea a la vez, no tendríamos acceso a los aportes que puede brindar una mente oponible.

Lamentablemente, debido a que las personas no ejercen mucho esta capacidad, los grandes pensadores integradores son bastante escasos. ¿Por qué este instrumento potencial­mente poderoso, pero en general latente, es empleado tan ocasionalmente y no en su capacidad plena? Porque nos an­gustia ejercerlo.La mayoría de nosotros evita la complejidad y la ambigüedad, y busca la comodidad de la simpleza y la clari­dad. Para lidiar con las vertiginosas complejidades del mundo que nos rodea, simplificamos todo lo que podemos. Ansiamos la certeza de elegir alternativas bien definidas y el cierre que se produce cuando se ha tomado una decisión.

Por esas razones, frecuentemente no sabemos qué hacer con modelos fundamentalmente oponibles y en apariencia inconmensurables. Nuestro primer impulso es por lo general determinar cuál de los dos modelos es el “correcto” y en ese proceso descartar al “erróneo”. Podemos incluso tomar par­tido e intentar demostrar que el modelo elegido es mejor que el otro. Pero, al descartar un modelo de antemano, nos perde­mos todo el valor que podríamos haber generado al conside­rar a ambos simultáneamente y encontrar en esa tensión las pistas para un modelo superior. Al forzar una elección entre los dos, desactivamos la mente oponible antes de que pueda buscar una solución creativa.

Este rasgo personal casi universal es un mandamiento en la mayoría de las organizaciones. Cuando un colega nos insta a “dejar de complicar el tema”, no se trata solamente de un recordatorio impaciente para concentrarnos en el maldito trabajo: es también una súplica para conservar la complejidad en un nivel cómodo.

Para sacar ventaja de nuestras mentes oponibles, debemos resistir nuestra inclinación natural hacia la simplicidad y la certeza. Bob Young reconoció desde el comienzo que no es­taba obligado a elegir uno de los dos modelos prevalecientes de negocios del software. Vio los desagradables trade-offs que tendría que hacer si elegía entre los dos como una señal para volver a pensar en el problema desde sus raíces. Y no descansó hasta que encontró un nuevo modelo que surgió de la tensión entre ellos.

Básicamente, Young se negó a aceptar una elección “entre uno y otro”. Esa frase se ha repetido una y otra vez en mis en­trevistas con líderes exitosos. Cuando se le preguntó si pensaba que lo más importante era la estrategia o la ejecución, Jack Welch respondió: “No creo que se trate de ‘una u otra’”. En forma parecida, cuando se le preguntó a A.G. Lafley, CEO de Procter & Gamble, cómo elaboró un plan de reestructuración basado tanto en disminución de costos como en inversión en innovación, dijo:“No íbamos ganar con el ‘uno o el otro’. Todo el mundo puede hacer el ‘uno o el otro’”.

Las cuatro etapas de la toma de decisiones

¿Cómo se reconoce entonces el proceso de pensamiento integrador? ¿Cómo hacen los pensadores integradores para considerar sus opciones de manera que ello conduzca a nuevas posibilidades y no, simplemente, a un retorno a las mismas alternativas inadecuadas?

Trabajan en cuatro etapas relacionadas pero distintas. Los pasos en sí mismos no son propios del pensamiento integrador: todo el mundo los da al pensar en una decisión. Lo que distingue a los pensadores integradores es su aproximación a estos pasos (vea el recuadro “Pensamiento integrador versus pensamiento convencional”).

1. Determinar lo relevante.

El primer paso consiste en es­tablecer cuáles son los factores a tomar en cuenta. El enfo­que convencional es descartar tantos como sea posible, o ni siquiera considerar a algunos de ellos. Para reducir nuestra exposición a complejidades incómodas, filtramos aspectos re­levantes cuando analizamos un tema.

También hacemos esto debido a cómo se estructura la ma­yoría de las organizaciones. Cada especialidad funcional tiene su propia mirada estrecha de lo que merece ser considerado. Tradicionalmente, los departamentos de finanzas no han con­siderado como relevantes a los factores emocionales; en forma similar, los departamentos encargados de la conducta organi­zacional han ignorado con frecuencia los asuntos cuantitati-vos.Los ejecutivos presionan a los empleados para que limiten su opinión respecto de qué es relevante a fin de amoldarse a la doctrina del departamento,dejándoles sólo un subconjunto de los factores a los que, de otra manera, habrían prestado atención productiva.

Cuando las decisiones que tomamos resultan mal, a me­nudo reconocemos después de los hechos que no considera­mos factores que son significativos para quienes están fuera del alcance inmediato de nuestros cargos o especialidades funcionales. Nos decimos: “Debí haber pensado en cómo los empleados de nuestra operación europea interpretarían la redacción de ese memo” o “debí haber pensado en el pro­grama estatal de reparación de caminos antes de elegir el emplazamiento de nuestro nuevo centro de distribución”. El pensador integrador, en cambio, busca activamente factores menos obvios pero potencialmente relevantes. Por supuesto, al haber más aspectos relevantes el problema se complica más, pero a los pensadores integradores no les importan las complicaciones. De hecho, celebran su aparición, porque les aseguran que no han descuidado nada que pueda dar luces sobre el problema en su conjunto. Asumen la complejidad, porque de allí provienen las mejores respuestas. Confían en que se abrirán paso y saldrán de ella con una solución clara.

Al pensar en un nuevo modelo de negocios para Red Hat, Bob Young incorporó en sus cálculos algo que, en general, era ignorado por las empresas de software y, en particular, por los proveedores de Linux: las preocupaciones diarias de los direc­tores informáticos corporativos y de sus administradores de sistemas. Hacer esto le permitió idear un modelo innovador que abrió un mercado enteramente nuevo para los productos y servicios basados en Linux.

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En su conjunto, la industria del software desdeña la reticen­cia de los directores informáticos a comprar la mejor y más nueva tecnología,atribuyéndola a la timidez o a una adhesión estricta al mantra “nunca te despedirán por comprar IBM”. Young no sólo empatizó con los jefes informáticos sino que ha­lló comprensible su cautela.“No esFUD”(por fear, uncertainty and doubt,temor,inseguridad y duda),dijo.“Es sensatez”.

El software de Linux era un producto completamente nuevo para los compradores corporativos y no seguía ninguna de las normas acostumbradas. Era gratis. Ningún proveedor lo controlaba. Había miles de versiones y cada una de éstas cambiaba casi a diario. Desde la perspectiva de los directores de informática, que Linux fuera más barato y mejor que los productos basados en Windows (el mensaje de venta básico de los rivales de Red Hat) desempeñaba una parte relativamente pequeña en sus cálculos. Los directores informáticos se pre­guntaban si sus inversiones tendrían una plataforma estable y consistente que funcionaría en sus organizaciones y si sus proveedores todavía estarían disponibles en diez o quince años. Los administradores de sistemas se inquietaban con que la complejidad de Linux –con sus actualizaciones aleatorias y casi diarias– pudiese generar una pesadilla de gestión, puesto que diferentes equipos de personas en la empresa tendrían que mantener los software.

Considerar estas inquietudes como relevantes permitió a Young llegar a la conclusión de que, en el caso de Linux, el servicio era un mejor argumento de venta que el producto, y que la credibilidad a largo plazo del vendedor era crucial.

2. Analizar la causalidad. 

En el segundo paso de la toma de decisiones, se analiza de qué manera los numerosos factores relevantes se relacionan unos con otros. Los pensadores con­vencionales suelen adoptar la misma visión estrecha de la causalidad que tienen de la relevancia. La más simple de todas es una relación causal de línea recta. No es por accidente que la regresión lineal sea la herramienta preferida en el mundo de los negocios para establecer relaciones entre variables. Por supuesto, hay otras herramientas disponibles, pero la mayoría de los ejecutivos las evitan porque son más difíciles de utilizar. ¿Cuántas veces usted ha sido regañado por un superior por complicar un problema más de lo necesario? Usted alega que no está tratando de complicar nada; sólo quiere ver el pro­blema como realmente es. Su jefe le dice que se atenga a su trabajo, y una relación potencialmente compleja se convierte en una relación lineal donde más de A produce más de B.

Cuando tomamos malas decisiones, a veces se debe a que nos equivocamos al establecer los vínculos causales entre los aspectos relevantes. Tal vez teníamos razón acerca de la direc­ción de una relación, pero no respecto de su magnitud:“Pensé que nuestros costos disminuirían mucho más rápido de lo que lo hicieron a medida que nuestra escala crecía”. O tal vez cap­tamos mal la dirección de una relación: “Pensé que nuestra capacidad de servicio a clientes aumentaría al contratar a un nuevo grupo de consultores, pero en realidad decayó porque los consultores experimentados tuvieron que dedicar mucho tiempo a capacitar a los nuevos y a corregir sus errores”.

El pensador integrador no teme cuestionar la validez de los vínculos aparentemente obvios o considerar relaciones multi­direccionales y no lineales. Así es como, por ejemplo, más que simplemente pensar:“La rebaja de precios de ese competidor está dañando nuestros resultados”, el pensador integrador puede concluir: “Nuestro lanzamiento de producto complicó realmente a nuestros competidores. Ahora, como respuesta, rebajan sus precios y nuestra rentabilidad se resiente”.

 El vínculo causal más interesante que identificó Young fue uno más bien sutil, entre la disponibilidad gratuita de los com­ponentes básicos del software de Red Hat y la probable –o, según Young, inevitable– evolución del sector. Las relaciones que vio entre precio, rentabilidad y canal de distribución, lle­varon a su empresa hacia una dirección diferente de la de sus competidores en Linux, los que veían un muy buen mercado para su software “gratis”. Esto es lo que le permitió a Young crear y luego sellar el nuevo mercado corporativo.

Young, por ejemplo, reconoció la vulnerabilidad de un pro­ducto basado en componentes libremente disponibles. Cual­quiera fuese la cantidad que se cobrara por la conveniencia de adquirir un sistema operativo Linux agrupado en un CD-ROM, inevitablemente “vendría un tercero y le pondría un precio más bajo”, según Young. “Era un commodity en el verdadero sentido de la palabra”. Comprendió también que una empresa que no fuera en ese momento un rival –un gran minorista en electrónica, por ejemplo– podría generar su producto Linux y luego impulsarlo a través de su propio y bien desarrollado

canal de distribución, dejando en la estacada a Red Hat y a otros proveedores. “Yo sabía que necesitaba un producto sobre el que tuviera algún control, para así poder convertir a CompUSA en uncliente”–es decir, un comprador corporativo del paquete de servicios de Red Hat– “y no en un competidor” con su propio producto en CD-ROM.

Las relaciones causales detectadas por Young no eran tan revolucionarias en sí mismas, pero al unirlas, Young pudo elaborar un cuadro más matizado del futuro del sector que el que pudieron hacer sus competidores.

Pensamiento integrador versus pensamiento convencional 

Al responder a los problemas o desafíos, los líderes implementan cuatro pasos. Los pensadores convencionales buscan simplicidad en todo el proceso y a menudo se ven obligados a aceptar trade-offs poco atractivos. En cambio, los pensadores integradores celebran la aparición de complejidades –incluso si ellas significan repetir uno o más de los pasos– que les permiten elaborar soluciones innovadoras
1. Determinar lo relevante 2. Analizar la causalidad 3. Visualizar la arquitectura de las decisiones 4. Lograr soluciones
Pensadores convencionales
Se enfocan sólo en aspectos obviamente relevantes Consideran relaciones lineales de una sola vía entre las variables, donde más de A produce más de B Desmenuzan los problemas en varias partes y las trabajan en forma separada o secuencial Toman una u otra opción; optan por las mejores opciones disponibles
Pensadores integradores
Buscan factores menos obvios pero potencialmente relevantes Consideran las relaciones multi-direccionales y no lineales entre las variables Ven los problemas como un todo, examinando cómo encajan las partes entre sí y cómo las decisiones se afectan mutuamente Resuelven creativamente las tensiones entre ideas opuestas; generan resultados innovadores

3. Visualizar la arquitectura de las decisiones. 

Con un buen manejo de las relaciones causales entre los aspectos relevantes, usted queda listo para abordar las decisiones propiamente ta­les.Pero ¿qué decisiones? Hasta la simple pregunta de si ir esta noche al cine implica decidir, como mínimo, qué película ver, a qué sala ir y a cuál función. El orden en que se tomen estas decisiones afectará al resultado. Por ejemplo, usted podría no ver su película preferida si ya ha decidido que necesita estar de regreso a tiempo para relevar a la niñera que tiene planes para más tarde. Cuando se busca inventar un nuevo modelo de negocios, la cantidad de variables para la toma de decisiones se dispara. Y con ello viene el impulso para no sólo establecer una estricta secuencia en la que considerar los hechos, sino también para repartir segmentos de una decisión de manera que diversos participantes –a menudo diferentes áreas corpo­rativas– puedan trabajar en ellas en forma separada.

Lo que suele ocurrir es que todos pierden de vista el tema principal y ello se traduce en un resultado mediocre. Supon­gamos que Bob Young hubiera delegado en diferentes jefes de área los asuntos relativos a precio, mejorías y distribución del producto original de software de Red Hat. ¿Sus respues­tas individuales, agrupadas en una estrategia general de Red Hat, habrían podido producir el nuevo y espectacularmente exitoso modelo de negocio generado por Young? No parece muy probable.

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Los pensadores integradores no descomponen un problema en partes independientes para trabajarlas por separado o en un cierto orden. Ellos ven la arquitectura completa del pro­blema: cómo sus diversas partes encajan entre sí, cómo una decisión afecta a otra. Igual de importante, mantienen todas esas partes suspendidas al mismo tiempo en sus mentes. No reparten los elementos para que otros los trabajen poco a poco,ni abandonan temporalmente un elemento sólo para to­marlo en cuenta después de que todo lo demás se ha decidido. Un arquitecto no pide a sus subordinados que diseñen un cuarto de baño perfecto, ni una sala de estar perfecta, ni una cocina perfecta, para luego confiar en que las piezas de la casa calcen bien entre sí. Un ejecutivo de una empresa no diseña un producto antes de considerar los costos de fabricarlo.

Young tenía simultáneamente en su cabeza varios temas: las impresiones y los desafíos de los directores de informática y de los administradores de sistemas; las dinámicas de los mercados de software para sistemas operativos tanto a nivel de personas como corporativo; la economía en evolución del negocio del software gratuito y las motivaciones de los principales protagonistas del software propietario. Cada fac­tor podía haberle llevado a una decisión separada acerca de cómo abordar el desafío. Pero dilató la toma de decisiones y consideró las relaciones entre estos temas, mientras avan­zaba lentamente hacia la creación de un nuevo modelo de negocios basado en la creencia de que una participación de mercado dominante sería crítica para el éxito de Red Hat.

4. Lograr soluciones. 

Todas estas etapas –determinar qué es lo relevante, analizar las relaciones causales entre los factores relevantes, examinar la arquitectura del problema– conducen a un resultado. Demasiado a menudo, aceptamos un trade­off desagradable sin quejarnos mucho, ya que parece ser la mejor alternativa. Eso se debe a que, cuando hemos llegado a esta etapa, nuestro deseo de simplicidad nos ha hecho ig­norar oportunidades en las tres etapas previas para descubrir maneras interesantes y novedosas de evitar los trade-offs. En lugar de rebelarse contra las mezquinas y poco atractivas al­ternativas,en lugar de negarse a aceptar la mejor mala opción disponible, el pensador convencional se encoge de hombros y pregunta: “¿Qué otra cosa podríamos haber hecho?”.

“Mucho más”, dice el pensador integrador. Al asumir un pen­samiento holístico antes que uno segmentado, un líder puede resolver creativamente las tensiones que gatillaron el proceso de toma de decisiones.Las acciones asociadas a la búsqueda de esas decisiones –establecer pausas, hacer que los equipos vuel­van a examinar las cosas en profundidad, generar nuevas op­ciones a última hora– pueden parecer irresolutas desde afuera. En efecto, el pensador integrador puede estar insatisfecho con el nuevo lote de opciones que ha creado, en cuyo caso puede regresar y comenzar de nuevo. Sin embargo, cuando surge un resultado satisfactorio, éste es inevitable debido a la negativa del líder a aceptar trade-offs y opciones convencionales.

En el caso de Red Hat, el resultado fue completamente no convencional –no muchas empresas deciden de improviso regalar subproductos– y a la larga exitoso. El entendimiento progresivo por parte de Young de que un solo participante de su sector tendría presencia y apoyo entre los clientes cor­porativos –y que esa presencia y ese apoyo acarrearían atrac­tivos ingresos por servicios a partir de software totalmente gratis–, configuró la decisión dramáticamente creativa que adoptó.

El pensamiento que asumió intuitivamente es muy dife­rente del pensamiento que impulsa a la mayoría de las de­cisiones de gestión. Pero, dijo Young, su experiencia no fue para nada única:“La gente a menudo se enfrenta a elecciones difíciles,por ejemplo: ‘¿Quiero ser el proveedor de alta calidad y de alto costo, o el proveedor de baja calidad y de bajo costo?’. Estamos preparados para examinar los pro y los contra de al­ternativas como ésas y luego elegir una de ellas. Pero la gente de negocios realmente exitosa observa opciones como éstas y dice: ‘No me gusta ninguna’”. Utilizando esa frase recurrente, Young agrega: “No aceptan que sea un‘esto o esto otro’”.

Nacido y criado

Las consecuencias del pensamiento integrador y del conven­cional no podrían ser más distintas.El pensamiento integrador genera opciones y soluciones nuevas. Crea una sensación de posibilidades ilimitadas. El pensamiento convencional pasa por alto las soluciones potenciales y alimenta la ilusión de que las soluciones creativas no existen. Con el pensamiento integrador, las aspiraciones crecen con el tiempo. Con el pen­samiento convencional, se marchitan cada vez que parece re­forzarse la lección de que la vida se trata de aceptar trade-offs poco atractivos. Fundamentalmente, el pensador convencio­nal prefiere aceptar al mundo tal cual es. El pensador integra­dor celebra el desafío de dar forma a un mundo mejor.

Dados los beneficios del pensamiento integrador, hay que preguntarse:“Si no soy un pensador integrador ¿puedo apren­der a serlo?”. En opinión de F. Scott Fitzgerald, sólo las per­sonas con una “inteligencia de primer nivel” pueden seguir funcionando mientras tienen en la cabeza dos ideas opuestas. Pero me niego a creer que la capacidad para utilizar nuestras mentes oponibles sea un regalo reservado a una pequeña minoría de personas.

Prefiero la visión sugerida por Thomas C. Chamberlin, geólogo estadounidense del siglo XIX y ex pre­sidente de University of Wisconsin. Hace más de 100 años, Chamberlin escribió un artículo en la revista Science propo­niendo la idea de las “hipótesis múltiples de trabajo” como un adelanto respecto del método científico más comúnmente utilizado en esa época: examinar la validez de una sola hipó­tesis mediante ensayo y error. Chamberlin argumentó que su enfoque brindaría explicaciones más certeras de los fenóme­nos científicos al tomar en cuenta “la coordinación de varios factores que participen en el resultado combinado en propor­ciones diversas”.

Junto con reconocer los desafíos cognitivos planteados por ese enfoque, Chamberlin escribió que éste“de­sarrolla un hábito de pensamiento análogo al método mismo, que puede ser llamado un hábito de pensamiento paralelo o complejo. En vez de una simple sucesión de pensamientos en orden lineal… la mente parece quedar poseída por el poder de una visión simultánea desde diversas posiciones”.

Yo también creo que el pensamiento integrador es una dis­ciplina que todos podemos desarrollar conscientemente para llegar a soluciones que de otra manera no serían evidentes. Primero, debería haber un mayor conocimiento del pensa­miento integrador como concepto. Luego, con el tiempo, podemos enseñarlo en nuestras escuelas de negocios, una iniciativa en la que estamos actualmente trabajando junto a otros colegas.En algún momento,el pensamiento integrador dejará de ser sólo un talento tácito (conscientemente cultivado o no) en las mentes de unos pocos elegidos.

Roger Martin (martin@rotman.utoronto.ca) es decano de Rotman School of Management en University of Toronto y autor de The Opposable Mind: How Successful Leaders Win Through Integrative Thinking, que será publicado por Harvard Business School Press en 2007.

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