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Entré a trabajar en Airbnb con 52 años y esto es lo que he aprendido sobre edad, tecnología y RRHH

Por Chip Conley

Un número cada vez más grande de personas se sienten como viejos cartones de leche con la fecha de caducidad impresa sobre sus arrugadas frentes. Una de las paradojas de nuestro tiempo es que los baby boomers (las personas nacidas durante la explosión de natalidad experimentada después de la Segunda Guerra Mundial) disfrutan de un mejor estado de salud que nunca, todavía se consideran jóvenes y forman parte de la fuerza de trabajo más tiempo, pero se sienten menos y menos relevantes. Les preocupa, con razón, que sus superiores y empleadores potenciales vean su edad como una desventaja en lugar de un factor positivo, sobre todo en la industria tecnológica.

Sin embargo, los trabajadores de “cierta edad” nos parecemos más a una botella de buen vino que a un cartón de leche, sobre todo ahora, en la era digital. Al sector tecnológico, el mismo que se ha dado a conocer por culturas de trabajo tóxicas y consejeros delegados que van trabajar con sudadera y capucha, le vendría bien una dosis de la tranquilidad y sabiduría que aportan los años.

Yo fundé una empresa de hoteles boutique cuando tenía 26 años y, tras 24 años como CEO, la vendí en el punto más bajo de la Gran Recesión de 2008 sin saber qué vendría después. Entonces, surgió Airbnb. A principios de 2013, su cofundador y CEO, Brian Chesky, contactó conmigo después de leer mi libro Peak: How Great Companies Get Their Mojo from Maslow. Chesky y sus dos cofundadores millennials querían que les ayudara a convertir su expansiva start-up tecnológica en un gigante internacional como Director global de Hospitalidad. Sonaba bien. Pero yo era un hombre de hoteles chapado a la antigua y nunca había utilizado Airbnb. Ni siquiera tenía la app de Uber en mi móvil. Tenía 52 años, nunca había trabajado para una empresa tecnológica, no programaba, le doblaba la edad al empleado medio de Airbnb y, después de dirigir mi propia empresa durante más de dos décadas, reportaría a un tipo inteligente 21 años menor que yo. Me sentía un poco intimidado. Pero acepté el trabajo.

En mi primer día, escuché una pregunta tecnológica existencial durante una reunión y no supe contestarla: “Si despliegas una prestación y nadie la utiliza, ¿se ha llegado realmente a desplegar?” Confuso, me di cuenta de que me encontraba en un buen lío: ni siquiera sabía qué significaba “desplegar” un producto digital. Brian me había pedido ser su mentor, pero también me sentía como un becario.

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Me di cuenta de que tendría que encontrar la manera de ser ambos.

Primero, aprendí rápidamente que necesitaba olvidarme estratégicamente de mi identidad profesional histórica. La empresa no necesitaba dos CEO, ni que yo pontificara mi sabiduría desde el púlpito de los ancianos. Más que nada, me limitaba a escuchar y observar con gran atención mientras evitaba los juicios y el ego. Me veía a mí mismo como un antropólogo cultural, intrigado y fascinado por este nuevo hábitat. Parte de mi trabajo consistía en simplemente observar. A menudo, tras concluir alguna reunión, le preguntaba discretamente a uno de mis compañeros -que fácilmente podría tener veinte años menos que yo- si estaba dispuesto a escuchar unos consejos personales sobre cómo interpretar las emociones dentro de la sala, las motivaciones de un ingeniero en particular, de una manera un poco más eficaz.

Eso me lleva a lo segundo que aprendí y que puede resumirse en un acuerdo comercial de una única línea: “Yo te ofreceré un poco de inteligencia emocional a cambio de tu inteligencia digital”. Muchos jóvenes pueden leer “la cara” de su iPhone mejor que la de la persona que tienen al lado. No digo que los jóvenes no entiendan las emociones. Nuestro mundo digital rebosa de emoticonos, y el término “emo” no existía cuando frecuentaba el patio del colegio. Pero los emoticonos no crean habilidades interpersonales ni para las relaciones cara a cara. De repente, me veía rodeado de personas expertas en tecnología, pero que quizá ignoraran que ser un poco más “emocionalmente sofisticadas” podría ser justo lo que necesitaban para convertirse en líderes geniales. Me di cuenta de que esperamos que los nuevos líderes de la era digital pongan en práctica de forma milagrosa las claves de las relaciones personales sin apenas formación, la misma que a nosotros, sus mayores, nos llevó el doble de tiempo aprender. Con los años, aprendí que ser un becario en público y un mentor en privado era esencial: nadie quiere ser criticado durante una reunión por alguien que suene como su padre.

También descubrí que mi mejor táctica era reinterpretar mi desorientación como curiosidad y darle rienda suelta. Hice muchas preguntas de “¿por qué?” y de “¿y si…?”; renuncié a los “¿qué?” y “¿cómo?” en los que se centran la mayoría de los altos directivos. No podía hacer otra cosa. Pertenecer a una empresa tecnológica era nuevo para este viejo. Mi mentalidad de principiante nos ayudó a identificar nuestros puntos ciegos un poco mejor porque estaba libre de rutinas y hábitos de experto. Solemos considerar los “¿por qué?” y los “¿y si…?” como preguntas de niños pequeño, pero no tiene por qué. De hecho, según mi experiencia, puede resultar más fácil a la gente más mayor reconocer cuánto desconocemos todavía.

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Paradójicamente, esta curiosidad nos mantiene jóvenes. El teórico de la gestión Peter Drucker era notablemente curioso. Vivió hasta los 95 años, y una de las maneras en las que envejeció sano fue sumergirse en nuevos temas que le interesaran, desde el arreglo floral japonés o ikebana hasta las tácticas de guerra medievales.

Aunque algunas colegas de más edad en el ámbito tecnológico creen que tienen que ocultar su edad, pienso que hacerlo es desperdiciar una oportunidad. Mostrarme y actuar de forma abierta me ayudó a triunfar en el mundo tecnológico. He pasado toda una vida sintiendo curiosidad por las personas y las cosas, algo que supongo significa que puedo considerarme una persona leída y bien relacionada. No estoy seguro de que haya alguien dentro de Airbnb a quien se le haya pedido charlar un rato con un grupo más diverso de trabajadores. Siempre me esforcé al máximo por responder con un “sí” entusiasta a estas peticiones. Y lo agradezco. Porque si mapeara todas esas conversaciones con todas las islas (o departamentos) de la empresa, se apreciaría una nutrida red de relaciones y conocimientos. Esto me ha servido aún más para desempeñar mi papel como consejero estratégico de los fundadores, puesto que me permitía tener una idea fundamentada del pulso de la empresa y sus varios equipos.

Los baby boomers y millennials tienen mucho que ofrecer, y hay mucho que pueden aprender los unos de los otros. Aquí entra el “viejo moderno”, que sirve y aprende tanto como mentor como becario, el mismo que disfruta de ser tanto alumno como sabio. La oportunidad de aprendizaje intergeneracional es especialmente importante para los baby boomers, ya que tenemos probabilidades de vivir 10 años más que nuestros padres. Sin embargo, los grupos y puestos de poder dentro de la sociedad digital se han desplazado unos 10 años hacia abajo. Esto significa que los baby boomers podrían experimentar 20 años adicionales de irrelevancia y obsolescencia. El hecho de que el número de trabajadores de 65 años o más del año pasado en Estados Unidos fuera un 125 % más alto que en 2000 presagia una tragedia para los recursos humanos.

La sabiduría y la experiencia implican el reconocimiento de patrones. Y cuanto más mayor es una persona, más patrones ha visto. Me encanta el viejo refrán: “Cuando se muere un anciano, es como si se hubiera quemado una biblioteca”. En la era digital, las bibliotecas –como los ancianos– no son tan populares como antes, pero la sabiduría nunca pasa de moda.

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Fuente: https://www.hbr.es/cambio-generacional/612/entr-trabajar-en-airbnb-con-52-os-y-esto-es-lo-que-he-aprendido-sobre-edad

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