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Gestionar Menos y Comunicar Mejor

Por José Miguel Bolívar

El micromanager es uno de los especímenes de manager o gestor más frecuente en nuestras organizaciones. Se caracteriza por su particular habilidad para ignorar lo relevante y centrar casi toda su atención en los detalles más absurdos. Verlos en acción y recordar la frase «los árboles no dejan ver el bosque» es todo uno, ya que su falta de perspectiva y visión estratégica es acusada.

Reconocer este estilo de «liderazgo» es sencillo. Les cuesta definir con claridad y concreción un «qué» pero pueden perderse fácilmente en los «cómo». A menudo no sabrán explicarte «para qué» en concreto va a servir eso que acaban de pedirte que hagas pero no dudarán un momento en inmiscuirse en detalles tan «críticos» como si el tipo de letra es el idóneo o la foto de la presentación es la más adecuada.

Las personas que practican el micromanagement habitan en el paradigma del control. Creen que su papel como managers consiste en controlar y supervisar cada pequeño paso de las personas que tienen bajo su responsabilidad. A menudo asfixian con su actitud cualquier destello de creatividad o iniciativa y la desmotivación generalizada de sus equipos es solo una cuestión de tiempo.

¿Por qué hay tanto micromanager en las organizaciones? Porque esta situación no es fruto del azar y además la culpa no es suya. Los culpables son sus responsables. Las personas que les han puesto en las posiciones que ocupan sin cumplir los requisitos necesarios para ello. El motivo por el que esto ocurre es sencillo: los micromanagers son personas muy cómodas de «dirigir». Una persona «micromanager» rara vez discutirá una instrucción «de arriba». Precisamente porque habitan en el paradigma del control, «lo que viene de arriba» no se discute. Se ejecuta y punto.

Por otra parte, el micromanager es una especie muy resistente, no solo al cambio sino también a la desaparición, y cuenta además con una gran capacidad de procreación. Los micromanagers generalmente eligen tener a otros micromanagers a su cargo, entrando así en el perverso círculo vicioso que constituyen los pactos de incompetencia.

La «consultolabia» desplegada por la industria del «liderazgo» no ayuda a resolver la situación. En realidad, la empeora. Alguien debería explicar a los micromanagers que su rol no solo es redundante, sino también molesto. En pleno siglo XXI no necesitamos líderes y mucho menos micromanagers. Resulta sorprendente que Peter Drucker lo dijera tan claro hace tanto tiempo y tantas personas sigan sin enterarse: «Los trabajadores del conocimiento tienen que gestionarse a sí mismos. Tienen que tener autonomía».

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El micromanagement es la antítesis de la autonomía que reclama Drucker. Es un intento absurdo por «industrializar» el trabajo del conocimiento. Por separar los roles de «pensar y decidir» y «ejecutar». En una cadena de producción, esto es posible. En el trabajo del conocimiento, no. Los profesionales del conocimiento no necesitan que les gestionen, y mucho menos que les microgestionen. Lo que estos profesionales necesitan es que les digan con claridad qué se espera de ellos y que se pongan a su disposición los recursos necesarios para conseguirlo. Así de fácil y así de sencillo.

Claro que, para ello, el micromanager debería saber primero «qué» quiere y «para qué» lo quiere, algo que rara vez sucede. El micromanager simplemente «obedece órdenes» porque no le pagan para pensar. Desde esa actitud parece improbable que sea capaz de explicar «qué» espera de su equipo ni «para qué» lo espera.

La clave de la dirección de equipos reside en microgestionar menos y comunicar mejor. Y digo «comunicar mejor», que es muy distinto de «comunicar más». En muchas organizaciones actuales se «sobrecomunica», como si «más» fuera igual a «mejor». Repetir mucho un mensaje incomprensible o incoherente difícilmente lo va a convertir en comprensible o le va a dar coherencia. La «sobrecomunicación» es también resultado de una comunicación ineficiente y la comunicación ineficiente es, a su vez, un síntoma de que falta de claridad sobre «qué» se quiere conseguir y «para qué» se quiere conseguir.

Por último, la hiperactividad es mala compañera del trabajo del conocimiento. Como también decía Drucker, «la productividad del trabajador del conocimiento no es – al menos no principalmente – un asunto de cantidad de producción». Por eso, la solución viene en buena medida de la mano de frenar el ritmo frenético en el que están sumidas las organizaciones. La productividad del trabajo del conocimiento no llega vía «hacer más» ni «hacer más rápido», sino vía «hacer menos» y «hacer mejor». Y para «hacer mejor» hay que «pensar», algo que requiere tiempo y un mínimo de tranquilidad. Es urgente dejar de confundir el «sentido de la urgencia» del que habla John Kotter con el «sentido del apresuramiento» que se vive en muchas organizaciones.

Cuando dedicas el tiempo necesario a pensar «qué» quieres y «para qué» lo quieres, generalmente ocurren dos cosas. La primera es que te das cuenta de que eso que inicialmente era tan importante no es realmente necesario y, por tanto, te lo puedes ahorrar. La segunda es que confirmas que sí es necesario, aunque para ello antes has tenido que identificar exactamente «por qué» y «para qué» es necesario. La ventaja de haber tenido que hacer esta reflexión es que luego te va a resultar muy fácil explicárselo a otras personas con claridad.

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En resumen, es imprescindible pensar más para poder comunicar mejor. La solución a los retos del siglo XXI no va a venir de la mano de más control ni de hacer más cosas, sino de todo lo contrario, de saber identificar lo relevante y eliminar lo redundante. Hay que aprovechar al máximo el talento que existe en las organizaciones y eso pasa por dejar a las personas que hagan su trabajo con autonomía, para lo cual primero hay que explicarles con claridad qué se espera concretamente de ellas. En realidad, es una solución muy sencilla: se trata de no incordiar o, en otras palabras, de gestionar menos y comunicar mejor.

Fuente: http://www.optimainfinito.com/2015/02/gestionar-menos-y-comunicar-mejor.html

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