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El viejo arte de la conversación

Por Sergio Sinay

Hablar sin escuchar y oír sin comprender es como cortar un cable de electricidad y después enchufar un artefacto pretendiendo que funcione. El terapeuta familiar Michael P. Nichols, reconocido estudioso de las relaciones interpersonales, advertía esto hace dos décadas en su libro El perdido arte de escuchar. El uso de internet era entonces incipiente y no había estallado ni se había expandido aún la adicción al celular y a las redes sociales, pero Nichols intuía un fenómeno que hoy es endémico y afecta a los vínculos humanos. La progresiva pérdida de la capacidad de escuchar. Y, con ello, la agonía del diálogo. Es que toda conversación auténtica se basa, antes que nada, en aquella capacidad. No es cuando alguien habla que comienza un diálogo, sino cuando alguien escucha. De lo contrario, solo tenemos un monólogo que se pierde en el vacío. Escuchar, por otra parte, no es lo mismo que oír. Quien no tiene problemas auditivos oye. Pero eso es solo un dato fisiológico. Escuchar, en cambio, define una actitud. Oír no requiere intención. Escuchar, sí. Para hacerlo hay que reconocer la existencia del otro, recibir su palabra (e incluso su silencio, puesto que hay silencios preñados de significado y mensaje), brindar atención. Escuchar es, en cierto modo, un acto de hospitalidad. Y de respeto.

En ese acto se consuma la conversación. Un cuarto de siglo después de Nichols, la también psicóloga Sherry Turkle, del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT, por sus siglas en inglés) define la conversación cara a cara como “el acto más humano y más humanizador que podemos realizar”. La clave de la definición está en “cara a cara”. Turkle es especialista en el efecto de la tecnología y las redes sociales sobre las relaciones humanas y autora del reciente volumen En defensa de la conversación. Se aprende a hablar hablando, dice. Se refiere a hablar con otra persona de cuerpo presente. Hablar mirando a los ojos a alguien que está ahí de veras, que no es una presencia virtual en una pantalla. Y también cuando el otro, el hablante, está encarnado, se aprende a escuchar. Se captan su tono, sus inflexiones, su modulación, la textura de su voz. Es que la voz humana es acaso la más poderosa y milagrosa herramienta de comunicación existente.

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Cuando conversamos desarrollamos habilidad y recursos para la socialización, necesidad básica de todo ser humano, ya que pertenecemos a una especie que no puede vivir sino en sociedad. Y, algo decisivo que subraya Turkle en su libro, la conversación fomenta y alimenta la empatía, hace que, aun cuando se conozcan, las personas sigan descubriéndose mutuamente. La investigadora apunta a la conversación sin tema fijo, esa que fluye a medida que transcurre el encuentro. Algo muy diferente de lo que ocurre con la conexión tecnológica, que se establece para temas puntuales y que no se aparta de ese estrecho carril, no se nutre de la aleatorio. Conversar a través de las redes sociales es un ejercicio protegido, sin riesgo, cada uno está a resguardo de temas, miradas, silencios, atmósferas que le exijan compromiso o que lo lleven a lo inesperado. Se puede prestar atención (mientras se atienden otras cosas), pero no brindarla. Mientras la conversación abre los horizontes intelectuales, emocionales, afectivos y nos entrena en el arte de hablar y escuchar, la conexión genera ilusión de compañía y amistad carentes de intimidad. No hay en ella capacidad de sostener el silencio, la escucha. “Incluso un teléfono en silencio inhibe la posibilidad de abordar temas que importan”, escribe Turkle.

Una verdadera conversación es siempre una actividad de tiempo completo. Un acto de entrega por ambas partes. Un acto humano y humanizador. Es presencia, acercamiento, conocimiento y descubrimiento. Un arte que merece ser rescatado y cultivado.

Fuente: https://www.lanacion.com.ar/lifestyle/el-viejo-arte-conversacion

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