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Para quién trabajamos

Por Borja Vilaseca

Hemos sido educados para ser empleados sumisos, contribuyentes pasivos y deudores hipotecados, trabajando y enriqueciendo a las grandes empresas, a las instituciones públicas y las entidades bancarias. Ha llegado el momento de empezar a trabajar para nosotros mismos al servicio del resto de ciudadanos.

Al concluir nuestra etapa académica y entrar en la edad adulta, solemos sentirnos confundidos, desorientados y perdidos. Dado que en general no sabemos quiénes verdaderamente somos ni para qué servimos, la mayoría no tenemos ni idea de qué hacer con nuestra vida profesional. Como consecuencia, el miedo y la inseguridad se apoderan de nuestra toma de decisiones. Y con la finalidad de calmar nuestra ansiedad, buscamos que Mamá Corporación, Papá Estado y el Tio Gilito de la Banca resuelvan nuestros problemas laborales y financieros. Esta es la razón por la que a día de hoy -en última instancia- todos trabajemos para las empresas, los gobiernos y los bancos.

En pleno siglo XXI todavía sigue siendo vigente el «viejo paradigma profesional» originado durante la Era Industrial. Y por «paradigma profesional» nos referimos al conjunto de creencias, valores, prioridades y aspiraciones que determinan nuestra manera de relacionamos con el trabajo, la empresa y la economía. Es decir, las necesidades, los intereses y las motivaciones que hay detrás de nuestra forma de ganar dinero. Y puesto que aquella época estuvo marcada por un modelo de contratación masiva de mano de obra sumisa y poco cualificada, en la actualidad seguimos siendo adoctrinados para tener una «mentalidad de empleado».

De hecho, la mayoría optamos por cursar estudios académicos con salidas profesionales, amoldándonos constantemente a la situación del mercado laboral. Y al creer que somos la «demanda», damos por hecho que no nos queda más remedio que enviar nuestro currículum vitae a los departamentos de selección de las empresas. Por medio de esta «búsqueda reactiva», quedamos a merced de las ofertas que pueda haber para cada uno de nosotros, siendo contratados según los parámetros establecidos por los empleadores.

En tiempos de crisis, las personas más vulnerables son las que se dedican solamente a vender su tiempo a cambio de un salario a finales de cada mes. Y es que cuanto menor es el valor añadido que aporta un trabajador, mayor es la posibilidad de ser el primero en ser despedido cada vez que su empresa decida reducir gastos. De esta manera, las compañías se convierten en dueñas de nuestro destino profesional a cambio de una falsa sensación de protección y seguridad.

También es muy propio de la Era Industrial que las empresas se hicieran cargo de sus empleados una vez concluyera su etapa laboral, proporcionándoles un plan de pensiones con el que sufragar los costes de vida durante su jubilación. La consigna de aquella época era: «Trabaja duro en el presente y así no tendrás que preocuparte de tu futuro, pues la compañía se hará cargo de ti cuando te hagas mayor y no puedas seguir trabajando». Pero este planteamiento vital ha quedado desfasado y ya no resulta válido.

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EL DÍA DE LA LIBERTAD PARA EL CONTRIBUYENTE
“Una nación que intente prosperar a base de impuestos es como un hombre con los pies en un cubo tratando de levantarse tirando del asa” . Winston Churchill

A través de los impuestos, pagamos a la Administración Pública un porcentaje de lo que ganamos, de lo que ahorramos, de lo que poseemos, de lo que invertimos y de lo que gastamos. Existe un impuesto para gravar casi cada movimiento que realiza nuestro dinero. El objetivo del Ministerio de Hacienda es obtener de los ciudadanos la máxima cantidad de capital posible. Los impuestos son el precio que tenemos que pagar para vivir de forma civilizada.

La recaudación anual que realiza el Gobierno sirve para invertir en la «seguridad social», también conocida como «estado del bienestar». Es decir, todos aquellos servicios públicos ejecutados por funcionarios y creados para mejorar nuestra calidad de vida: las escuelas, los hospitales, los subsidios de desempleo, las pensiones, las residencias para ancianos, la televisión pública, las actividades culturales, las carreteras, los aeropuertos, la recogida de basura, los departamentos de policías y de bomberos, el ejército, el sistema judicial y penitenciario. Y cómo no, para sufragar mensualmente los intereses de la deuda externa acumulada por la Administración Pública.

Si no fuera por el dinero que ingresamos anualmente en las arcas del Estado, la estructura del Gobierno -así como la clase política que supuestamente nos representa- no podría existir. Sea como fuere, cada vez hay más impuestos y cada vez son más elevados. Los tributos recaudados por los gobiernos de los países más desarrollados industrialmente han pasado de representar el 8% de la renta -a principios del siglo XX- a casi la mitad a principios del siglo XXI.

Esta es la razón por la que de forma reivindicativa, a lo largo del mes de mayo se celebre en todo el mundo «el Día de la Libertad para el Contribuyente». Principalmente porque la mayoría de familias trabajan para el Estado desde el 1 de enero hasta mediados de mayo, tan sólo para hacer frente al pago de sus impuestos. En 2010, los contribuyentes españoles entregamos al Estado cerca de 110.000 millones de euros por medio del pago de impuestos.

En este país, por ejemplo, uno de los más conocidos es «el Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas (IRPF)», que absorbe una parte de la renta obtenida durante un año por los trabajadores, tanto si disponen de contratos indefinidos, temporales o trabajan por cuenta propia como autónomos. El IRPF oscila entre el 15% y el 43%, en función de nuestro nivel de ingresos. Así, cuanto más dinero ganamos, más se va a las arcas del Estado. En el caso de empresas y demás entidades comerciales, prevalece «el Impuesto sobre Sociedades (IS)», que fluctúa entre el 20% y el 30% de los beneficios, según el volumen de facturación registrado en cada año.

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Otro de los tributos públicos más destacados es «el Impuesto sobre el Valor Añadido (IVA)», que se aplica a todos los artículos, bienes y servicios que consumimos. El IVA oscila entre el 4% y el 21%, dependiendo de si aquello que compramos es considerado por el Estado como un «producto de primera necesidad» o -si por el contrario- se trata de «caprichos» o «lujos» que en realidad no necesitamos para sobrevivir.

HIPOTECADOS A 40 AÑOS
“La búsqueda de seguridad para evitar el riesgo es la cosa más peligrosa que podemos hacer”
ROBERT T. KIYOSAKI

La historia de los impuestos está relacionada con el nacimiento y la expansión de la Corporatocracia. Antes de que comenzara la hegemonía de este imperio, la Constitución de Estados Unidos sostenía que cualquier impuesto que gravara las rentas de los ciudadanos por parte del Gobierno era «inconstitucional». De ahí que prohibiera estos tributos. Sin embargo, en 1862 -durante la Guerra Civil-, el Estado propuso la introducción de este impuesto como «una medida excepcional para financiar la contienda bélica». Pero una vez terminada la guerra, el pueblo continuó pagando dicho impuesto.

Y no sólo eso. En 1943, el Gobierno de EEUU -desesperado por obtener capital para participar en la Segunda Guerra Mundial- aprobó una ley que le permitía coger legalmente dinero de las nóminas de los trabajadores. Esta es la razón por la que en la actualidad los impuestos sobre la renta de los empleados son retenidos por las empresas y remitidos directamente al Gobierno. Así es como el Estado recibe el dinero antes que el propio trabajador sin que éste pueda hacer nada para evitarlo.

Más allá de trabajar para las empresas (vendiendo nuestro tiempo) y para los gobiernos (abonando impuestos), también trabajamos para los bancos. Principalmente a través del pago mensual de los intereses de la deuda que debemos a las entidades bancarias que en su día nos concedieron créditos y préstamos para financiar nuestro consumo. En España, por ejemplo, más de la mitad de las familias estaban endeudadas en 2012 debido -especialmente- a la compra de su vivienda. El 83% de los hogares de este país son de propiedad, si bien muchos de ellos todavía están por pagar, con lo que de momento pertenecen al banco que les ha concedido la hipoteca.

Y este fenómeno de endeudamiento está sucediendo a escala global. En Estados Unidos, casi ocho de cada 10 familias están endeudadas con los bancos. La mayoría de la gente pretende comprar cosas que en realidad no puede permitirse con dinero prestado que difícilmente podrá devolver. Así es como se convierten en siervos de quienes les conceden los préstamos. Hoy en día, una de las formas que ha tomado la esclavitud moderna se llama «hipoteca». Su traducción al inglés es «mortgage», que procede de «mortir», que significa «acuerdo hasta la muerte».

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Desde un punto de vista contable, la hipoteca es un activo para el banco y un pasivo para quienes nos hipotecamos. Más que nada porque este contrato provoca que cada mes salga dinero de nuestros bolsillos para ir directamente a las arcas de la entidad financiera. Sin embargo, demasiadas personas han venido creyendo equivocadamente que la compra de una vivienda era una buena inversión. Por eso decidieron solicitar una hipoteca a 30 o 40 años para poder llegar a poseerla.

Pero mientras que el valor de una casa fluctúa en base a las leyes que rigen el mercado inmobiliario, el pago de la hipoteca es una obligación contraída para con el banco, la cual nunca cambia. Lo cierto es que muchas personas han sido lo bastante desafortunadas como para adquirirla en el momento equivocado. De ahí que algunas se hayan arruinado. Prueba de ello son los 159 desahucios que se efectúan diariamente en España. En el momento en que las familias dejan de pagar la cuota mensual definida por el banco, descubren bruscamente quien es su verdadero dueño.

Llegados a este punto, surge la gran pregunta: ¿para quién trabajamos? ¿Y a quién estamos enriqueciendo? No en vano, nuestros problemas financieros son frecuentemente el resultado de trabajar toda nuestra vida para alguien. Y es que hemos sido educados para ser empleados que enriquecen a las empresas. Para ser consumidores que enriquecen a los dueños de los negocios cuyos productos compramos. Para ser contribuyentes que enriquecen a los gobiernos. Y para ser deudores que enriquecen a los bancos. Pero nadie nos ha enseñado a trabajar para nosotros mismos.

Este artículo es un extracto del libro “Qué harías si no tuvieras miedo”, publicado por Borja Vilaseca en abril de 2012.

Fuente: https://borjavilaseca.com/para-quien-trabajamos/

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