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​Del compromiso de los directivos y trabajadores

por Jose Enebral Fernandez

Al hablar del grado en que cada uno de nosotros contribuye a los resultados de su organización (y partiendo de una suficiente sintonía entre el puesto y la persona que lo ocupa), parece que lo relacionamos muy directamente con elementos como la responsabilidad, la motivación, la inteligencia, la satisfacción profesional, el talento, la diligencia y, entre otros, el compromiso. Estamos ante conceptos complejos e interrelacionados que han de interpretarse con rigor, sin adulterarlos; en estos párrafos vamos a detenernos en el último citado: el compromiso. Consistente en la asunción profunda de una obligación que es preciso definir, parece materializarse en una actitud proactiva tras las metas compartidas en la empresa; pero caben muchas reflexiones ante este elemento alentador y orientador de nuestros esfuerzos.

No se trata —el compromiso— de una habilidad o destreza personal, innata o a adquirir, sino, más precisamente, de un sentimiento a cultivar o desarrollar, generador de positivas actitudes y conductas. Algo indefinido en el pasado, el compromiso parecía venir marcando la frontera entre el “nosotros” y el “ellos” en las organizaciones; pero quizá hoy debamos pensar en un compromiso compatible con el cuestionamiento del statu quo y, desde luego, definible. En un compromiso extensible a toda la organización. En un compromiso con algo concreto: las metas explícitas y compartidas.

Puede verse también el compromiso como una fortaleza del carácter que, como otras —el afán de aprender, la amplitud de miras, la creatividad, la integridad, la prudencia, la diligencia y algunas más—, supone la intervención de la voluntad, para decidir nuestra actuación o postura ante un escenario que la demanda. Decidimos comprometernos, o no hacerlo; y cuando nos comprometemos, nuestros esfuerzos se orientan, nuestros intereses se subordinan y nuestra conducta se adapta. Hay personas más dispuestas a comprometerse que otras, y al hacerlo no erosionan su libertad sino que la ejercen.

No todas las empresas esperan de todas sus personas un pleno compromiso organizacional, y hasta puede que algunas se limiten a pedir a sus directivos y mandos, según el caso, responsabilidad, lealtad, resultados, connivencia, proactividad, imaginación, contactos comerciales, jornada ilimitada de trabajo, u otras manifestaciones específicas o particulares del compromiso. No obstante, sí parece haber una tendencia generalizada al compromiso colectivo (directivos y trabajadores), y desde luego los gurús del management postulan la activación emocional de las personas tras las metas empresariales: eso pude comprobar en el Expomanagement´2004, en Madrid (Peters, Covey, Bedbury, Maguire, Teerlink, Senge…).

¿Qué mueve nuestra voluntad y a qué nos comprometemos? O, para empezar, ¿a qué llamamos compromiso, en nuestro trabajo? Con las mías aquí formuladas, sólo pretendo alentar las reflexiones del lector, especialmente en lo que se refiere a los tipos de metas empresariales que decidimos —o no— asumir como propias.

A qué llamamos compromiso en el trabajo

Atendiendo al diccionario, se entiende por compromiso una obligación contraída; pero ubicados en un entorno laboral de empresa grande o mediana, cabe hacer una lectura aplicada y hablar de niveles o tipos de compromiso:

“me pagan, vengo todos los días y hago mi trabajo”;
“me gustan mis compañeros y mi trabajo, y lo hago lo mejor que puedo”;
“me surgen oportunidades de aprender y desarrollarme;
“me parece un proyecto estimulante y celebro formar parte de él”…

De los obreros de hace cien años no se esperaba siempre que se aproximaran al nivel de compromiso más auténtico (el formulado en último lugar), pero ya en las décadas finales del siglo XX iba pareciendo deseable que esa idea estuviera presente tanto en directivos como en trabajadores: formar parte del proyecto de empresa. De modo que, aun limitándonos cada uno al nivel de responsabilidad del puesto ocupado en la organización, además de entregar tiempo, atención, intención y aun algo de corazón, algunas grandes empresas esperan hoy que alineemos nuestras metas con las suyas, y que alcancemos nuestra realización profesional contribuyendo a la colectividad. A este compromiso organizacional, ya estudiado entre otros expertos por Meyer, Allen, Baker, Mathieu o Zajac, me referiré en adelante; pero lo haré con mi lenguaje de antiguo trabajador de gran empresa, de testigo de los cambios, y de modesto consultor de recursos humanos.

Ya estamos viendo que se puede hablar de compromiso tanto en lo físico, como en lo cognitivo y lo emocional (por no hablar aquí de lo espiritual); pero, salvo posibles excepciones, no se nos pide que lleguemos a desequilibrar nuestra vida familiar, social y laboral, ni siquiera cuando ocupamos puestos directivos. Eso sí: que la presencia sea plena en el tiempo dedicado. (Bueno, quizá se produzcan excesos: me han contado que una gran empresa ha montado su campo de golf para que los directivos vayan a jugar los fines de semana, y que ahora los directivos se sienten obligados…).

Cediendo de nuevo a la retrospección, en el pasado y para los trabajadores, casi estaba prohibido pensar; tampoco estaba bien visto poner el corazón en el trabajo…, sobre todo si el jefe no lo ponía. O dicho de otra forma: no se contaba con que el desempeño generara emociones positivas de carácter trascendente, y ni siquiera de origen autotélico; de modo que estas emociones eran vistas a menudo con reservas y prevención. Ahora ya, aunque encontremos también corrientes de opinión distintas, se admite que las emociones son recursos valiosos, y la inteligencia emocional se va abriendo camino, a veces con alguna dificultad.

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En este punto del artículo, he sentido la necesidad de levantarme e ir a consultar “La práctica de la inteligencia emocional”, de Daniel Goleman: “La esencia del compromiso consiste en sintonizar nuestros objetivos con las metas de la organización, generando así un compromiso fuertemente emocional…”. Y más: “Quienes estiman y abrazan las metas de una organización no sólo pueden efectuar un gran esfuerzo en nombre de ella, sino que también están dispuestos a realizar sacrificios personales cuando sea necesario”.

Con gusto reproduciría aquí esta sección del libro. Hay cosas como éstas: “Las empresas u organizaciones que carecen de una misión explícita y claramente formulada, o cuyas declaraciones al respecto son meras artimañas de relaciones públicas, brindan muy pocas oportunidades al compromiso”. Insistiendo en que el compromiso auténtico de que venimos hablando nace del vínculo emocional, Goleman nos recuerda que unas mismas circunstancias adversas pueden ser vividas con cierta desesperación, como onerosas y estresantes, por los no comprometidos, mientras que las personas comprometidas, que se crecen ante presiones y desafíos, las pueden vivir sin merma de satisfacción (sean directivos o sean trabajadores).

Es evidente que todos los días hay obligaciones que atendemos en frío, pero he recurrido a Goleman porque se viene ciertamente apelando a la dimensión emocional del compromiso: al alineamiento de las personas con las metas y valores de la organización. La repetida idea de la “visión compartida” (shared vision) —una de las disciplinas de que nos hablaba Peter Senge— no es sino una expresión más de este vínculo emocional. No se trata de acatar los objetivos de futuro, sino de asumirlos y compartirlos: tal es el compromiso que se nos demanda. Uno puede contraer esta obligación máxima desde los límites de su responsabilidad, o bien puede simplemente “cumplir” con su trabajo. Esta última es, desde luego, la opción natural de quienes se sienten preteridos o desconectados de las decisiones que les afectan, de quienes contemplan preocupados comportamientos corruptos de sus superiores, de quienes se saben víctimas de un próximo recorte de plantilla, de quienes perciben el cinismo subyacente en la comunicación interna…; pero lo ideal es que no haya nada de esto, y que, más allá de “cumplir”, contribuyamos decididamente a las metas colectivas.

Podrá pensarse, si se detienen en reflexiones paralelas, que la demanda generalizada de compromiso emocional no es coherente con las distancias excesivas entre el “nosotros” y el “ellos”; que tampoco es coherente con los despidos masivos o con los contratos temporales; que tampoco es coherente con el espectáculo de los CEOs mercenarios que se enriquecen para sí y para toda su descendencia mientras sus empresas se van a pique; que es asimismo incoherente con la fuga de altos directivos para ser mejor pagados por la competencia; que a menudo las metas formuladas lo son para la galería mientras los auténticos propósitos de la empresa son otros… Eso me parece a mí. Sin duda es saludable y enriquecedor lo de vivir comprometido intrínsecamente con alguna meta, tanto en lo profesional como en lo personal, pero hemos de ser cautos y perspicaces al otorgar nuestra confianza, y adoptar luego las metas que se nos proponen.

Nuestra voluntad

A comprometernos de la forma a que nos referimos nadie nos puede obligar, como tampoco dejamos que nos obliguen a casarnos o tener hijos. Clarence Francis, que fue asesor del presidente Eisenhower, decía: “Uno puede comprar el tiempo de las personas, su presencia física en un lugar e incluso un número determinado de movimientos musculares por hora. Pero no se compra su entusiasmo, ni se compra su lealtad, ni se compra la devoción de sus corazones: eso hay que ganárselo”. De modo que uno se compromete libremente, sobre todo porque le atraen las metas de la organización. Y, ¿por qué le atraen estas metas?

Los psicólogos hablan del “afán propio”, o del “tema vital”, para referirse a aquello a lo que una persona enfoca su voluntad por encima de todo, y a los medios que para ello emplea. En la literatura del management se habla de designio particular, de purpose. Nos lo dice Robert K. Cooper: “El designio es la brújula interior de nuestra vida y nuestro trabajo”. Si nuestro propósito en la vida sintoniza, o convive en armonía, con los objetivos y estrategias de nuestra empresa, estamos más cerca de la eficacia y la satisfacción perseguidas. Para los directivos el purpose es fundamental, y si no lo tienen muy definido habrían de adoptar uno que entronque en la visión o misión de la empresa a que contribuyen. Ya saben lo del médico: según se mire, su misión es recetar, o, más eficaz y enriquecedoramente, contribuir a la calidad de vida de sus pacientes y de su entorno.

Las personas que poseen un afán de esta naturaleza pueden dar significado a todo lo que les sucede: será positivo si les acerca a su meta, o negativo si les aleja. Quien carece de un afán definido, tiene más problemas para interpretar los sucesos y, en general, se pierde emociones positivas. Como nos señala el profesor Csikszentmihalyi, cuando la energía psíquica de una persona se pone al servicio de su tema vital, la conciencia logra armonía y el individuo plenitud. Podemos aceptar que comprometernos resulta emocionalmente inteligente: “llena” nuestra vida profesional; quizá por eso activamos nuestra voluntad de comprometernos.

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Claro, algún lector pensará, por una parte, que hay metas y “metas”, y por otra que toda esta teoría se adultera en la vida real, y que a veces lo que decide la voluntad es aparentar el compromiso y esperar varias cosas: una buena subida de sueldo, una rápida ascensión y la consecución de poder (quizá para utilizarlo en beneficio propio)… Sin descartar que, una vez en la cima, el ejecutivo se vaya a ganar más dinero, precisamente a la empresa competidora. También puede ocurrir que el compromiso sea auténtico al principio, y se adultere o corrompa después… Pero sigamos; sigamos en la hipótesis más virtuosa: la integridad de las personas, sean directivos o trabajadores.

A qué nos comprometemos

Compartimos —hemos dicho— las metas de la organización, y ello nos mueve a trabajar para el corto y el largo plazo. Cuando conducimos nuestro automóvil en la carretera, atendemos a nuestro entorno próximo pero no perdemos de vista el horizonte, ni olvidamos el destino. Acertada o no la analogía, debemos atender al corto y largo plazo, asegurando que lo que hacemos cada día nos aproxima a —y no aleja de— la denominada “visión”. De modo que, aunque los directivos abordan cada día lo que les dicta su agenda y también alguna cosa imprevista, su punto de mira está en las metas de fin de ejercicio y, quizá especialmente, en las del futuro deseado (liderar el mercado, consolidar las innovaciones introducidas, etc.).

Tan saludable parece esta manera de trabajar, que la formulación y asunción de objetivos se extendió también a los trabajadores, en no pocas grandes empresas, en los años 80 y 90. Temo que la cosa no funcionara bien —es conocida la frecuente adulteración del sistema de dirección por objetivos—, pero el hecho es que se viene buscando el compromiso con los resultados a obtener, más allá del desempeño cotidiano regulado. Ahora bien, ¿de qué o quién depende el resultado perseguido? Efectivamente, tal como estará pensando el lector, a veces se nos piden resultados que no dependen de nosotros, y ni siquiera de que trabajemos en equipo… A veces, la Alta Dirección parece más ocupada en fusiones y adquisiciones que en la marcha de la compañía, y aparece un cierto vacío en la coordinación.

No sirve lo de prolongar la jornada por la tarde —ni siquiera como alegación defensiva—, si no se alcanzan los objetivos perseguidos. Trabajamos duro cada día para conseguir los resultados de medio y largo plazo con que estamos comprometidos, pero esto sólo funciona en sinergia colectiva, bajo un liderazgo integrador. La Dirección desempeña ciertamente un papel fundamental en la consolidación del compromiso de las personas; puede alentarlo, pero también puede bloquearlo o sofocarlo, con mayor o menor conciencia de ello. Al hilo de esto, el propio Tom Peters señala que la gente tiene buen olfato para detectar el compromiso —o su ausencia— en los líderes; si éstos persiguen metas distintas de las declaradas, se acaba sabiendo. También recuerdo a Peter Senge diciendo que la Dirección tendría que empezar por dejar de desmotivar a la gente.

Antes de seguir, podemos detenernos algo más en lo de las metas de la organización, más allá de los objetivos anuales. Yo he vivido cosas como “liderar el mercado de la Telecomunicación en España”, o “conseguir el premio de calidad de la EFQM”, que muy legítimamente interesaban al CEO de mi empresa en los años 90, y seguramente a otros CEOs en otros sectores: por entonces había grandes obsesiones por liderar mercados, y aún las hay hoy. Pero habrá quien se alinee mejor con metas o “visiones” de mayor orientación social, como “cada persona con su teléfono móvil”, o “Internet para cada estudiante”, o “pantallas planas para todos”, o “electrodomésticos silenciosos”, o “energía no contaminante”, o “ruedas sin pinchazos”, o “casas sin goteras”, o “redes inteligentes de telecomunicación”, o “colchones ergonómicos”, o “dentaduras sin caries”, o “un mundo sin sida”, o “zapatos sin dolor”, o “grifos sin goteos”, o “instrumental de diagnóstico médico cero defectos”, o “una alternativa inocua al tabaco”, o “protección de la naturaleza”, o “camisas sin botones”, u “ordenadores seguros”, o “castigos para la corrupción (en vez de premios para la ética)”, o “calcetines sin tomates”, o “automóviles no contaminantes”…

Nos sumemos a la contribución al bienestar y progreso social, o a la ambición legítima del Consejo de Administración de la empresa, o a la mera supervivenvia de la misma, ¿en qué se materializa nuestro compromiso? ¿Qué influjos genera? Pensando en un knowledge worker o en un directivo de nivel medio-bajo, creo que el compromiso, si auténtico, toma forma de coraje o empeño, que se percibe en actitudes y actuaciones como las siguientes:

Desarrollar con diligencia y esmero nuestras tareas.
Asegurar su contribución a resultados colectivos.
Neutralizar cualquier circunstancia o evento que ponga en riesgo las metas.
Guiar, en su caso, la actuación de nuestros colaboradores.
Asegurar el alineamiento de éstos con las metas comunes.
Seguir las reglas y métodos establecidos para la convivencia profesional.
Subordinar intereses propios a los colectivos.
Cultivar los valores corporativos.
Colaborar con los demás.
Ejercer crítica constructiva, inteligentemente formulada.
Hacer fluir la información y conocimientos de que disponemos.
Ser leales, íntegros y coherentes.
Ser preactivos o proactivos, lejos de la reactividad o la inactividad.
Conjugar la percepción de la realidad con el optimismo.
Perseverar ante las dificultades.
Superarnos a nosotros mismos cada día.
Perseguir la mejora continua y la innovación.
Representar dignamente a nuestra organización ante terceros.
Equilibrar la relación personal con la ejecución de tareas.
Contribuir a la calidad de vida en el trabajo.

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El lector puede completar esta lista porque la he improvisado con las 20 primeras ideas surgidas: la dejo abierta. Son, por decirlo así, algunos indicadores del compromiso. Si quisiéramos medir el compromiso de las personas, habría que observar conductas como las anteriores y comprobar su autenticidad.

Pérdida del compromiso

Con lo ya comentado sobre el compromiso organizacional, podemos convenir en que se hace sólido por la catálisis de elementos como la confianza, el alineamiento con las metas, el progreso hacia ellas, las relaciones internas, la cohesión y coherencia de la comunidad, la satisfacción general, la ética y justicia reinante, el reconocimiento interno, el prestigio social de la organización, etc. Y podemos igualmente convenir en que se perdería al debilitarse sus fundamentos; de esto hablaremos ahora. En verdad, puede haber dudas hasta que decidimos comprometernos en plenitud, pero, en su caso, el descompromiso suele ser bastante automático.

Nuestro compromiso se puede desvanecer por razones endógenas y exógenas; entre estas últimas, podemos destacar algunas quizá más frecuentes:

La corrupción de los ejecutivos.
La desviación de las metas originales.
La pérdida de vigencia de las mismas.
La falta de transparencia de la organización.
El fracaso en los resultados.
El sentimiento de ser preterido o excluido.
El desacuerdo con las tácticas o los métodos.

Las razones endógenas para romper los compromisos son igualmente importantes, pero pueden variar más de unas personas a otras. Me he detenido en esto de la fragilidad del compromiso porque creo que las organizaciones tienen más problemas para mantenerlo en sus personas que para conseguirlo inicialmente. De todos modos, hay que insistir en que no todos los compromisos lo son realmente: o sea, en que también cabría hablar de falsos compromisos o compromisos extrínsecos.

Reflexión final

Ya sabemos que unas empresas parecen más preocupadas por el deseable bienestar social que otras, y que, de estas últimas, algunas persiguen el beneficio económico aunque sea precisamente a costa de aquel bienestar. Aquí les insistiría yo en la analogía del automóvil: creo que una empresa puede liderar el mercado de la Telecomunicación, el mercado del e-learning, u otro mercado, si lleva la mirada más lejos, a horizontes más amplios; pero si se queda en perseguir el liderato, quizá resulte más complicado alcanzarlo. Ante obsesiones de crecimiento desmedido, podríamos, por ejemplo, empezar a considerar válido el sobornar a quienes toman decisiones de compra, porque eso nos aproximaría a la meta…

Habrá quien piense que en los negocios el fin justifica los medios, pero lo cierto es que, como leí en una columna de Juan F. San Andrés, directivo de Oracle, “la ética es la gran creación de la humanidad, para hacer posible la convivencia”. A menudo se declaran incompatibles la ética y los negocios, y de hecho los medios de comunicación nos trasladan casi todos los días casos de alta corrupción en las grandes empresas. Cuando la corrupción reina, la organización lo detecta y, o bien “la obediencia debida” socava nuestra integridad y autoestima, o bien nuestra repulsa se vuelve contra nosotros; desde luego no queda ya sitio para el compromiso intrínseco.

Uno cree que la prosperidad de las organizaciones pasa por la eficacia tras metas de interés social, por la calidad de vida en el trabajo y, en suma, por la opción del círculo virtuoso, lejos del vicioso caracterizado por la entropía psíquica, la tensión nerviosa, el imperio del corto plazo, el camuflaje de los malos resultados, la degeneración de los buenos usos y costumbres… Hay sitio para otras creencias, pero uno cree que el bien común es más nutritivo que el particular.

Para terminar, si tienen la fortuna de pertenecer a una organización que apunta a la prosperidad y el bien común, no duden en comprometerse; y si se les presenta la oportunidad de enderezar una empresa en crisis o malograda, también parece una meta estimulante. Me pareció, en suma, que éste era un tema para la reflexión y aun para el debate, pero no he pretendido agotarlo sino alentarlo. Espero, como les decía, haber logrado alguna dosis de asentimiento por parte del lector, pero anímense a disentir o a abrir nuevas vías de reflexión. 

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