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Jefes y subordinados se perciben mutuamente de modo incompleto y desdibujado, porque limitada es la información que cada parte posee de la otra, particulares nuestros modelos mentales, diferentes nuestros intereses e intenciones, insuficiente nuestra empatía, y además nuestro cerebro está más preparado para la supervivencia que para la objetividad, y conjeturamos e inferimos con alguna ligereza. Sin ocultar la existencia de relaciones satisfactorias ―incluso duraderas― al margen de complicidades en la corrupción, el resultado suele ser, empero y a menudo, frustrante en lo cognitivo, lo emocional y lo volitivo. La comunicación resulta, sí, con frecuencia deficiente, y así, la deseable sinergia se nos escapa.

Me decía recientemente un amigo ya retirado (más o menos así): “Casi recomendaría yo a los trabajadores que eviten saber más que sus jefes o ser más honrados; o que, si saben más, son más creativos, o más íntegros, lo disimulen como puedan. La relación es casi siempre difícil, pero si además el jefe sabe que Fulanito haría tal cosa mejor que él, y percibe sus reproches tácitos, entonces irá nutriendo una gran prevención contra el whistleblower (especie de Pepito Grillo, aclaro), incluso aunque éste no diga ni pío”.

Tal vez mi amigo, sociólogo y tras muchos años en una consultora, ha conocido más casos de jefes que se basan en el poder, que de los que se basan en la autoridad moral. Lástima que haya tantos modelos de liderazgo, pero que hayamos olvidado quizá el Servant Leadership de Greenleaf, y aun el sentido común: éste parece sucumbir a la norma, cuando no sucumbe al poder. Un tornillo espera un atornillador, y entonces funciona; pero no funciona a martillazos; sirva la analogía para algunas relaciones jerárquicas, e incluso para algunas relaciones entre clientes y proveedores.

Se trata, sí, de una relación, la jerárquica, tradicionalmente insatisfactoria, y no parece que la insistente predicación del liderazgo entre los directivos (seguramente ―pongámonos en lo mejor―, con la intención de sustituir el miedo por la confianza) haya resuelto aún el problema. Quizá porque este buzzword, además de interpretarse al gusto, no resulta tan afortunado después de todo, como tampoco resulta afortunado el de “recursos humanos”. Diríase que, como alternativa a esta última etiqueta, surgió la de “capital humano”, pero todo cae por la borda cuando “recursos humanos” y “capital humano” se utilizan como sinónimos. En cuanto al “liderazgo”, quizá no quepa esperar que los profesionales de la economía del saber y el innovar, expertos y aprendedores permanentes, deseen ser percibidos como seguidores de líderes que no han elegido, sino, simplemente, como profesionales.

Se recordará que, en las últimas décadas del siglo XX, la literatura del management encontró en el “liderazgo” una etiqueta idónea para describir la función de los altos ejecutivos tras los cambios técnicos y culturales precisos, y que luego, sobre el papel, las nuevas relaciones jerárquicas en las empresas se acabaron asociando a sucesivos modelos de liderazgo-seguidismo; como si, agotado el boom de la Dirección por Objetivos (agotado quizá el negocio, no la vigencia de la DpO), las escuelas de negocios y las consultoras necesitaran un nuevo producto estrella que explotar. Parecía que se iba a convertir en líderes y seguidores a, respectivamente, jefes y subordinados.

En efecto, se orquestaron cursos de liderazgo para los directivos o futuros directivos, de los que éstos salían quizá ungidos o nimbados, pero pocas veces más líderes de sus subordinados. No consta que paralelamente se orquestaran cursos de seguidismo para los subordinados, porque parece que se prefirió una solución más sutil: la del despliegue de doctrinas y liturgias ad hoc. El primer ejecutivo, como especie de sumo pontífice, decía cosas, y los siguientes niveles propagaban el evangelio, si me permiten expresarlo coloquialmente. Yo recuerdo conversaciones de café con un querido colega, allá por los primeros años 90, en que conveníamos así la definición de líder (pensando en el primer ejecutivo): “un señor que dice cosas”.

Quizá, en la vida real cotidiana de las empresas, no haya, empero y en general, tal relación de líderes y seguidores entre los jefes y sus subordinados, salvo que el liderazgo se entienda como posición, y no como relación interpersonal; pero sí puede que algunas empresas hayan venido reforzando la implantación de sus doctrinas funcionales con la promulgación de virtudes, valores o hábitos, y la orquestación de confesiones-evaluaciones periódicas de los trabajadores, tal vez éstos un poco pecadores, si no herejes, ateos, etc., en lo relacionado con las doctrinas empresariales desplegadas. Sí, creo que hemos estado mezclando la evaluación de la profesionalidad con la del seguimiento doctrinal.

Sin duda, una nueva relación jerárquica ha resultado y resulta necesaria en la emergente era del conocimiento; pero no para aumentar distancias entre el “nosotros” y el “ellos”, sino precisamente para reducirlas. Al menos, esto ―la aproximación de niveles y la horizontalización― han venido postulando, en los modelos de organizaciones inteligentes, diferentes expertos de Oriente y Occidente (Senge, Nonaka, Drucker, Wei Choo, Mendelson…). Cada empresa es soberana al respecto, pero la manifestación del capital humano habría de ser tal vez catalizada y no sofocada; la aproximación de niveles habría de verse como meta y no como amenaza…, si de veras nos importa a todos lo de la productividad y la competitividad: ¿nos importa?

Modelos mentales en la relación

Tal vez, sí, la relación jerárquica debería establecerse sobre el reconocimiento mutuo de profesionalidad; quizá, en vez de hablar de jefes y subordinados, o de líderes y seguidores, tendríamos que hacerlo de profesionales de la gestión y profesionales técnicos, sin perjuicio de distinguir séniores y júniores (creo que estos plurales son correctos para la Academia, aunque me los cambien a veces algunos editores). Desde luego, se debería asegurar antes la profesionalidad de ambos colectivos, jefes y subordinados, mediante una formación continua idónea, mejor orquestada, y un adecuado clima catalizador en la organización; porque, ¿podemos esperar que mejore la productividad y la competitividad, sin pasar por el cultivo de la profesionalidad debidamente entendida? El conflicto puede surgir ya en la mera formulación de objetivos o metas.

Del trabajador sénior esperamos una conducta técnica profesional, salvo que veamos a los trabajadores como meras prolongaciones de los jefes. Nada que comentar, si queremos trabajadores sumisos: esperamos que sigan las instrucciones recibidas de sus jefes, y a ello se acabarán limitando los subordinados, que dejarán su inteligencia y su creatividad para otros momentos de la semana. Pero si contratamos profesionales, entonces lo serán de su campo técnico respectivo, y no serán profesionales de la obediencia o la sumisión. ¿Qué decir ahora de los jefes? Primero: que hay jefes (y empresas) para un caso, y jefes (y empresas) para el otro caso. Segundo: que la clasificación de los jefes o directivos se puede hacer, igualmente y desde luego, atendiendo a otros diversos criterios, aparte de la relación jerárquica que establecen.

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Supongamos que queremos trabajadores profesionales y directivos profesionales, entendida la profesionalidad en sintonía con la actividad de la empresa, y no con la persecución de beneficios a toda costa. Pensemos que el fin no justifica los medios, y que los beneficios no constituyen la obsesión cotidiana, sino que aparecerán como consecuencia de las cosas bien hechas. Este escenario generaría una cierta relación jerárquica…; pero otro escenario generaría otra, y así. Quizá deba poner un ejemplo de lo que quiero decir, y para ello abro lo que tal vez parecerá una digresión.

Revisando mis viejos papeles encontré declaraciones de un conocido bodeguero de Rioja que hace unos 30 años se propuso aumentar su producción y difundir su mejor vino por el mundo: “Para lograrlo fue preciso poner en marcha un plan bien meditado a 10 años vista. Era obvio —decía Don Julio Faustino Martínez en la revista Vino y Gastronomía— que el objetivo básico y primordial era conseguir un terreno de excepcional calidad, para plantar las mejores variedades de vino de La Rioja… Tuvimos que despedregar todo el terreno… Finalmente hubo que drenar, estercolar y desinfectar el suelo en varias parcelas y hacer una buena labor de desfonde…”. Don Julio parecía mostrarse orgulloso no sólo de haber alcanzado exitosamente su objetivo, sino del trabajo realizado para ello; no hablaba de resultados económicos sino de logros profesionales, y esto parece lo más frecuente en el sector vitivinícola, no solamente en España.

Sin embargo y sin salir del sector, también encontré reportajes y declaraciones (año 2004) de ejecutivos de unas conocidas bodegas (Bodegas Vinartis, con vinos de mesa como Cumbres de Gredos y otros de alta calidad como Pata Negra), que me resultaron inusuales: “El vino español tiene un problema de competitividad en el exterior: las Denominaciones de Origen” (Expansión, en junio); “El objetivo es incrementar las ventas en 2004 y obtener un ebitda de 15 millones, un 17,1% más” (Expansión, en junio); “El ebitda estimado para 2004 asciende a 14,5 millones, lo que supone una subida del 20,8%” (Cinco Días, en diciembre); “Cumbres de Gredos prepara su desembarco en la denominación Rioja” (Estrategia empresarial, en diciembre); “El año que viene nos reforzaremos con la compra de bodegas en Rioja y Ribera del Duero” (Expansión, en junio); “Cumbres de Gredos prepara su desembarco en el mercado de EEUU” (Cinco Días, en diciembre). Se trataba del sector del vino, pero las intenciones parecían distintas y no se ocultaban.

Hoy podemos añadir que Miguel Canalejo, entonces presidente de Nazca Capital y de Bodegas Vinartis (antes Cosecheros Abastecedores), vendió estas bodegas en 2007, tras una gestión cuestionada, a un precio sensiblemente inferior (poco más de la mitad) al que Nazca había pagado por ellas: hoy son propiedad del grupo García Carrión. Protagonista de la jibarización de Standard Eléctrica, o el management buy out de la consultora Fycsa (un éxito anunciado, y luego malogrado), Miguel Canalejo preside actualmente las Bodegas Pago de Larrainzar (una empresa familiar) y asimismo Redtel (asociación de Telefónica, Vodafone, Ono y Orange, que se percibe como lobby), en el sector de Telecomunicación, para llevar al gobierno las inquietudes de los cuatro grandes operadores.

Por su parte, Julio Faustino Martínez, hombre discreto, de pocas palabras, dotado de visible talento para generar los mejores vino, y siempre pendiente de todos los detalles tanto en los viñedos como en las bodegas, parece haber dado paso ya a la cuarta generación familiar (han pasado casi 150 años desde la fundación), tras un gobierno que ha convertido al grupo Faustino en una referencia mundial. Naturalmente, hay otros muchos ejemplos de gestión autotélica (orientación al vino) en el sector vitivinícola, aunque no he sabido encontrar otros ejemplos de gestión exotélica (orientada al ebitda y otros resultados financieros), y por eso he traído el de Vinartis (con el caso de Geneen en ITT, me habría dispersado más en los mensajes: es otra historia). Quería insistir en la diferencia entre la profesión técnica en cada actividad empresarial, y la profesión de generar beneficios —son profesiones distintas, creo yo—, y voy cerrando la digresión.

Sin duda, dentro y fuera del sector del vino, la relación jerárquica se impregna de la decisión (legítima, desde luego) de los empresarios de ver los beneficios como objetivo determinante, o verlos como consecuencia de la satisfacción de los clientes, de su consiguiente fidelidad, y de la conquista de nuevos mercados con una relación calidad-precio competitiva y ganadora. Pero, sobre todo, las relaciones jerárquicas se verían muy afectadas cuando los directivos estuvieran en lo de los resultados económicos a toda costa y lo antes posible, y los trabajadores estuvieran, en cambio —conscientes o no de la orientación de sus directivos—, en lo de las cosas bien hechas y la satisfacción de los clientes, o sea, en la profesionalidad técnica: en este caso habría —disculpen la perogrullada— frecuentes tensiones y conflictos. Todo es más complejo, pero he de simplificar.

Sí, las relaciones jerárquicas resultan complicadas por las diferencias en los modelos mentales, y también por las diferencias, explícitas o implícitas, en los objetivos perseguidos por quienes administran el poder. Los trabajadores pueden estar en lo de hacer un buen vino del que sentirse orgullosos, y los ejecutivos, en lo del ebitda. Los trabajadores pueden sentirse tornillos en la estructura de la organización, y los jefes pueden ponerse a dar martillazos. Los trabajadores pueden orientarse al cliente, y los ejecutivos, al posible comprador futuro de la empresa.

Y también son complicadas las relaciones jerárquicas por la diversidad de intereses. Y por los pecados capitales. Y por la impunidad con que se administra en ocasiones el poder en las empresas. Por muchas cosas, sí. Temo que cuando empecé a escribir este texto hace un rato, no era consciente de la especie de avispero en que me estoy metiendo. ¿Habrá en el mundo empresarial directivos interesados, aparte de unos pocos, en la mejora de las relaciones jerárquicas? Espero que sí, pero la verdad es que me lo pregunto. Temo que los cursos para directivos no estén aportando sensibles soluciones en este sentido. No soy quién para preocuparme u ocuparme, pero lo creo: la extraordinaria orquestación de la formación de directivos no está dando respuesta —en mi opinión— a la efectividad y la satisfacción en las relaciones jerárquicas. ¿Qué percibe el lector al respecto?

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Hace meses publiqué unas reflexiones sobre cómo se percibe la relación jerárquica por algunos de nuestros expertos, agrupados en España en un club exclusivo denominado Top Ten Management Spain. He visto, por cierto, que el tema puede interesar, y por eso lo he retomado, para seguir contribuyendo al debate, en la medida en que los lectores lo deseen. El de las relaciones jerárquicas me parece un tema nuclear, pero no porque deba serlo, sino porque creo que se ha convertido en una asignatura pendiente que no lleva camino de superarse. No sé si estaré en lo cierto o equivocado, pero a menudo pienso que, para no pocos directivos, la defensa del statu quo, el culto al ego, está por encima de cualquier otra cosa, incluida la prosperidad de la empresa: quizá se trate de una minoría.

En el texto a que me refería, citaba yo varias definiciones o descripciones que del directivo líder hacían algunos expertos, y añado ahora otras: “un buen líder es aquel que consigue que sus colaboradores le obedezcan convencidos y contentos”; “es aquel que consigue que los colaboradores hagan lo que hay que hacer con naturalidad…”; “es aquel que sabe extraer lo mejor de sus colaboradores”, “es quien consigue que los demás hagan lo que deben hacer”, “es la persona que encarna los valores y que provoca que…”, “el líder ha de enseñar a sus subordinados las consecuencias de sus acciones…”, “ha de lograr que las personas quieran hacer lo que tienen que hacer”, “el verdadero líder conquista la voluntad y las emociones de sus colaboradores…”.

Para cuando quede alguna duda, Javier Fernández Aguado —celebrado conferenciante— señalaba años atrás que liderazgo y coaching son prácticamente la misma cosa, dado que el primero de los conceptos apunta a extraer lo mejor de los colaboradores. De modo que, al parecer, además de subordinado, colaborador, recurso, empleado y seguidor, el trabajador podría ser visto como coachee (si es que su jefe-líder le dedica sesiones de coaching). Yo —este articulista— creo gozar de la amistad de algunos coaches, y tengo algunas reservas sobre el hecho de que los jefes, aunque hayan seguido cursos de liderazgo, puedan ejercer un auténtico coaching, y soy más partidario de hablar, en su caso, de mera tutela y aun de mentoring.

Pero caramba —digo yo, en manifestación espontánea—, no debería construirse la supuesta grandeza de los directivos-líderes a partir de la supuesta pequeñez de los trabajadores-seguidores. A mí me parece que, tras estas descripciones anteriores referidas a jefes y subordinados, hay una mentalidad de excesiva distancia jerárquica; una forma de pensar que, si acaso, parece sintonizar más con la era industrial que con la era del conocimiento y el aprendizaje permanente; con la Teoría X, que con la Teoría Y. Atención: digo lo que pienso sin otra pretensión, y desde mi propio modelo mental, también limitado; llegue el lector a conclusiones propias.

Me resulta, sí, llamativo que de expertos del siglo XXI salgan estas manifestaciones, porque parto de un modelo mental distinto; un modelo mental que atribuye al trabajador del conocimiento (el knowledge worker de que se nos hablaba ya en el siglo XX), superada la fase de júnior, la capacidad de autoliderarse tras metas compartidas, de protagonizar su trabajo, de gestionarse su voluntad y sus emociones, de dar lo mejor de sí mismo sin que nadie se lo extraiga, de hacer lo que debe hacer sin que nadie lo “consiga”, de recibir ejemplo de profesionalidad pero también de darlo… Todo ello sin menoscabo de la cardinal y decisiva función directiva, pero el trabajador experto es —me parece— un valor sólido en la economía del saber.

¿Qué tipo de trabajadores queremos en la economía del conocimiento, seguidores de líderes o líderes de sí mismos? ¿Queremos cultivar el perfil del trabajador que obedezca, o el perfil del trabajador que sepa qué tiene que hacer y lo haga? ¿Queremos directivos que sean ministros de Interior, o que lo sean del Exterior? ¿Queremos una relación de liderazgo y seguidismo, o una relación de mayor profesionalidad? Cada empresa es soberana para contratar la obediencia de empleados sumisos, o la inteligencia de profesionales sobre los que desplegar el postulado empowerment; no cabe cuestionar esta soberanía (sobre todo porque no soy quién), pero sí cabe formular preguntas.

La formación de directivos

El asunto, retóricas aparte, es que la formación de directivos se suele nutrir de los puntos de vista de los expertos, y por eso incluía yo en las reflexiones anteriores pronunciamientos de éstos. En realidad, yo creo que hay en España expertos, fuera (y quizá incluso dentro) de los autodenominados Top Ten, que ven la relación jerárquica de otro modo, y aun puede que algunos se alineen con el Servant Leadership de Greenleaf; pero el hecho es que ha sido este tipo de concepciones nacionales del liderazgo el que me ha impactado, y por eso lo enfoco.

Temo que la formación orquestada esté viendo a los directivos como unos seres muy superiores, de tal modo que no necesiten la inteligencia de los trabajadores sino sólo su obediencia; temo que se esté viendo a los trabajadores (subordinados, empleados, seguidores, colaboradores, etc.) como si ―meros recursos― fueran incapaces de saber qué han de hacer cada día, en ausencia de un jefe-líder que se lo diga. Éste no me parece un dibujo de la economía del conocimiento y la innovación, sino de un mundo irreal, del país de Nunca Jamás, para mayor gloria de los directivos. Puedo estar equivocado, y ser yo quien me halle en una especie de país de las maravillas. El lector coloque a directivos y trabajadores en su lugar, quizá pensando en las necesidades del siglo XXI y de su empresa.

Todavía hablando de la formación de directivos, digamos que tal vez, como sugiere el profesor holandés J. Wil Foppen, no haya, en realidad y en general, tanta relación, tanta aproximación, entre el ejercicio cotidiano de la dirección y la formación que para la misma se viene orquestando en escuelas de negocios, universidades, consultoras, e incluso en las propias empresas. Puede que las situaciones que encara el directivo sean tan complejas, requieran tantos considerandos, tanta información/conocimiento, que no puedan ser previstas en los cursos, y nadie espere gran cosa de los mismos en términos de aprendizaje aplicable en lo cotidiano.

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Sin embargo, la echaríamos de menos si no hubiera formación de directivos, y hay ciertamente algo en común en todos los directivos: tienen subordinados. De modo que, salvo temas específicos, la formación de directivos, en general, se puede orientar a las relaciones jerárquicas, y ahí es donde entran los muchos y diversos modelos de liderazgo y seguidismo que se han formulado y se seguirán formulando. Hoy, en 2009, casi todos los directivos han seguido ya uno o varios cursos de liderazgo, aunque no por eso sean más líderes de sus supuestos seguidores (es decir, mejor percibidos por éstos).

También se ha extendido, dentro del mundo de la formación, la expresión de “habilidades directivas”, y también me parece que para mayor gloria de los jefes; pero el hecho es que la serie de habilidades, actitudes, fortalezas, facultades y aun hábitos que se contemplan parece de aplicación tanto a directivos como a trabajadores profesionales de nuestro tiempo: habilidades informacionales, relacionales y conversacionales, compromiso, responsabilidad, afán de logro, perspectiva sistémica… Ni la inteligencia analítica, ni la emocional, ni la intuición genuina, son patrimonio de los directivos; lo son de los seres humanos. Diría que son de aplicación en el desempeño profesional de todos, no tanto por la condición de jefe o subordinado, como por la naturaleza del trabajo respectivo en esta emergente economía del saber. Veamos (es mi particular forma de interpretar lo de las denominadas “habilidades directivas”, aunque procuro hacerlo con cierta amplitud):

  • Conocimientos hard de la organización, el mercado, la competencia, la economía, la globalización, etc.
  • Conocimientos soft, relacionados con temas de actualidad y de interés, tales como la responsabilidad social, la conciliación, la igualdad, el mobbing, etc.
  • Destrezas soft & hard de gestión, coordinación, supervisión, organización, planificación, catálisis de cambios, liderazgo, etc.
  • Facultades cognitivas, tales como el pensamiento sistémico, conceptual, conectivo, analítico, sintético, analógico, etc.
  • Fortalezas intrapersonales, tales como la flexibilidad, el autoconocimiento, el afán de logro, el aprendizaje permanente, etc.
  • Habilidades relacionales o sociales, tales como la empatía, el respeto a los demás, la comunicación oral y escrita, hablar en público, etc.
  • Actitudes, valores, modelos mentales, sentimientos y todo lo más íntimamente “endógeno” del individuo, susceptible de ser modulado.
  • Hábitos de conducta que reflejen el estilo corporativo correspondiente y contribuyan a la imagen deseada para la compañía.

Las habilidades relacionales —estamos, recuérdese, enfocando las relaciones jerárquicas en este artículo— son precisas, diría yo, en ambos lados de la relación. Como primer detalle de base, el subordinado debe respetar al jefe, y al revés, en beneficio de la profesionalidad y la efectividad. No estoy seguro de que un curso o workshop pueda hacer milagros en este sentido, aunque al menos pueda sensibilizar; pero algo habría que hacer, sin duda y con cierta urgencia, en esta materia, en pro, y en pos, de la efectividad colectiva y la calidad de vida en la empresa. Habría sí, quizá, que revisar el statu quo de la relación. Con esta idea formularé unas reflexiones finales, y ya termino. En todo caso, ya saben que las mejores reflexiones son las suyas propias, y a ello les invito: a meditar al respecto.

Reflexiones finales

Enfocando la figura del directivo —se le atribuye mayor escenario relacional que a sus subordinados—, quisiera añadir finalmente algo sobre la ansiedad, el estrés, los trastornos de personalidad… De nuevo, todo esto también puede afectar al subordinado, incluso aunque no tenga ya más subordinados por debajo de él; pero resulta cierta o típicamente más visible en un ejecutivo o directivo, porque suele haber muchos ojos que le dirigen la mirada. La carga de responsabilidad ante los problemas, la toma de decisiones difíciles, el despliegue de atención, la disposición a interrupciones y novedades…, todo esto acaba afectando —o puede acabar afectando— a la salud mental y el comportamiento derivado.

Nuestra mentalidad, la de todos, ya es “defectuosa” (me refiero a la parcial —por incompleta e interesada— percepción de las realidades) estando sanos, pero mucho más estando tocados. Habla Luis Huete (creo que no pertenece al club exclusivo de que les hablaba, pero constituye para mí una referencia) de conducta asocial, narcisista, histriónica u obsesiva en los ejecutivos y directivos, lo que podría combinarse con un estilo autoritario de dirigir y la percepción de los subordinados como meras e imperfectas prolongaciones de ellos mismos… El subordinado puede pensar que su jefe está realmente enfermo/trastornado o, en su diagnóstico y si no es tan empático, puede optar por la otra alternativa.

Todos somos muy perfectibles, o simplemente muy imperfectos: subordinados y jefes; pero estos últimos hacen más daño, en su caso, con las conductas desvirtuadas. Pueden hacer más daño porque tienen más poder, y además sus excesos suelen quedar impunes. Quizá, el primer paso hacia la mejora fuera neutralizar los trastornos, tal vez más con pastillas y terapias que con cursos de liderazgo o habilidades. El aprendizaje permanente es una necesidad para todos, pero la salud mental parece más urgente: cuidemos, desde luego, la propia antes de observar la ajena. Yo debo ir acabando. Gracias por su atención. Dense al pensamiento reflexivo, cuidando de lentificar las inferencias.

Autor: Jose Enebral Fernandez

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