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Lo que de verdad importa es ser un directivo responsable, que da respuesta, razón, de sus decisiones; que no engaña ni oculta la verdad a quienes tienen derecho a saberla, a quienes resulten afectados por sus decisiones. El profesor García analiza el significado y el alcance de la responsabilidad.

Para hablar de algo es oportuno ponerse de acuerdo de qué se está hablando. Y sin pretender dar una definición se podría decir que responsabilidad es capacidad de responder (la similitud de ambas palabras es clara), es una actitud arraigada de respuesta. Una actitud arraigada; es decir, una capacidad de responder que se ejercita cuantas veces sea necesaria y/o conveniente.

¿Responder de qué? ¿Responder a quiénes? Ante todo, de la propia conducta. Una persona íntegra, una persona razonable, que por tanto ejerce su capacidad de razonar, es capaz de dar las razones, los motivos, de su actuación, de sus decisiones, a quienes tienen derecho a conocerlas. Cuando alguien no sabe, o no puede, dar razón de su comportamiento indudablemente se trata de alguien que no ejerce su razón, o porque no tiene uso de la misma, como ocurre con los niños y a veces con los adolescentes, o porque lo ha perdido, como es el caso de los dementes y sin llegar tan lejos de aquellos que se mueven exclusivamente impulsados por el fragor de sus pasiones, más o menos violentas –efectivamente pueden parecer un poco locos–.

Quizá en otras épocas, en las que sólo se esperaba sumisión de los “súbditos” mientras no se rebelaran, la persona constituida en autoridad ejercía el poder con una cuota importante de ambigüedad, de silencio cercano a la suspicacia: un aura de misterio concedía al “jefe” una cierta superioridad sobre el resto. No es raro que los libros clásicos que tratan sobre el modo de ejercer el poder aconsejen al mandatario un perfil inconfundiblemente enigmático.

Pero los tiempos han cambiado. Y ya nadie puede esperar sumisión de las personas que dependen de él. Por eso cuando en la actualidad los gobernantes pretenden sólo eso trabajan con todos los elementos disponibles de la psicología de masas para lograr que esa sumisión no parezca tal: se manipula al “pueblo”, a los “pobres”, para que parezca que sus voces respondan a una verdadera adhesión, que no es tal porque se le ha restado el ejercicio de la razón que implica cualquier decisión auténticamente humana como requisito imprescindible.

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Los tiempos han cambiado no sólo para los políticos, que en esto han desarrollado la habilidad de no parecer que intentan “dominar” de un modo autoritario, aunque a veces no puedan ocultar ese rasgo. También han cambiado para todos aquellos constituidos en autoridad. Y entre ellos los directivos de empresa.

Algunos han visto el cambio y han realizado el aprendizaje que requería, o han nacido dentro del nuevo paradigma y les resulta natural el ejercicio del poder de un modo no autoritario. Otros se aferran al viejo modelo, que quizá siga funcionando mientras no se supere la amenaza del “paro” –una especie de “acoso laboral” que posibilita todo tipo de “dictaduras” dentro de las empresas–.

Pero lo que interesa es mirar para adelante sin gastar “pólvora en chimangos”, aunque esos chimangos de la guardia vieja todavía tengan una fuerza considerable. Y lo que está adelante son directivos que saben que han de dar razón de sus decisiones a quienes corresponde. Saben que en la empresa “todos somos dueños”: un modo quizá excesivamente simple pero gráfico de expresar el nuevo paradigma que se enfrenta al del típico dueño, al “patrón” que solía mostrarnos caricaturescamente el cine yankee de la década del 50: un señor grueso, por cuyo abdomen pasaba una cadena de oro, más bien calvo, y casi siempre empuñando un habano. Y porque “todos somos dueños”, aunque en diferentes escalas, todos demandamos, o al menos esperamos, una respuesta de los directivos. Es razonable que sea así: están decidiendo sobre algo que de algún modo y alguna medida nos pertenece.

De ahí que el primer error grave que deben evitar los nuevos directivos es no imitar la conducta lamentable de los políticos de turno que manipulan a la gente. Y no sólo por el motivo que más importa, que es respetar a cada persona, sino también porque no es un método eficaz. La manipulación es una trampa de ida y vuelta: si intentamos manipular a nuestros colaboradores, ellos harán lo mismo con nosotros. Y no está garantizado que salgan ganando los directivos; entre otras cosas porque no cuentan con las arcas del Estado que siempre pueden volver a recuperarse con políticas fiscales aunque respondan a motivaciones dudosamente justas.

El segundo error es volver al paradigma anterior, en vista de que parece que no es malo el resultado que reportan, sobre todo en sociedades todavía sumisas. Lo que habría que preguntarse es cuánto mejor podría resultar si se tratara a la gente como lo que son, personas, y por otra parte hasta cuándo podrá durar ese modo de proceder.

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Por tanto lo que de verdad importa es ser un directivo responsable, que da respuesta, razón, de sus decisiones; que no tiene nada que ocultar porque se guarda ninguna carta: todas están boca arriba sobre la mesa; que no engaña ni oculta la verdad a quienes tienen derecho a saberla, en primerísimo lugar a quienes resulten afectados por sus decisiones.

Un directivo que responde así, que es responsable, indudablemente será respetado porque es respetable. Quizá no todos, ni siquiera la mayoría, compartirán su modo de proceder. Pero indudablemente nadie podrá argüirle arbitrariedad, clientelismo, deshonestidad en definitiva. Entre otras cosas porque estará abierto para escuchar los pareces contrarios, y para rectificar si fuera necesario alguna actuación que, aunque sea al margen de sus intenciones, efectivamente diera lugar a considerarla contaminada con alguno de los lastres de los que suelen adolecer las directivas de gobierno.

Lo que no podrá hacer nunca es no dar la cara, tomar decisiones no sólo de las que no responde sino que oculta. Porque entonces se estaría aproximando peligrosamente a ese arquetipo del cobarde que la sabiduría popular ha esquematizado en la acción de “tirar la piedra y esconder la mano”. Y cuando un directivo deja traslucir cobardía, si no rectifica, ha perdido la respetabilidad, porque ya no merece el respeto de quienes dependen de él. Por donde se puede ver el nexo forzoso que existe entre responsabilidad y respetabilidad.

No siempre compartiremos algunas, muchas, quizá casi todas las decisiones de un directivo; incluso del gerente general de la empresa o la organización en la que trabajamos. Pero no por eso perderá el respeto que se merece porque da razón de sus actuaciones, aunque esas razones no sean compartidas por nosotros. Podemos estar en franco desacuerdo y aún así no perder la concordia. Pero si nos enfrentamos a un comportamiento ambiguo, enigmático, manipulador en el fondo –porque cuando se ocultan los motivos de nuestras actuaciones es para poder contar con elementos de los que carecen los demás– se acabó la concordia en la misma medida en que se ha perdido el respeto. Y no porque alguien caprichosamente lo haya retirado: es el mismo directivo quien lo ha perdido. De modo que en adelante sólo podrá encontrar cómplices, quizá ingenuos, situación lamentable en cualquiera de los dos casos.

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Ante este posible panorama sombrío puede resultar reconfortante una conclusión que ponga al alcance de la mano el ejercicio correcto de la dirección: nos pueden quitar el poder que tengamos pero nadie nos puede “robar” la autoridad, sólo nosotros somos capaces de perderla. Y si la perdiéramos, no podemos achacar la pérdida a la “rebeldía” o a la estupidez de nuestros colaboradores, será porque nos olvidamos la primera obligación que tenemos como directivos: ser responsables. Sólo si lo somos podemos aspirar a ser respetables y, entonces, no destruiremos la concordia, imprescindible para que cualquier empresa u organización que pretenda aportar algo valioso a la sociedad a la que pertenece. 

Autor Juan José García

http://socrates.ieem.edu.uy/articulos/articulo.php?id_articulo=546

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