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La epopeya de conseguir inversores

Por Leo Piccioli

Juan tenía el dinero para invertir en ese emprendimiento que le habían acercado. Tenía, también, la visión de largo plazo. Por cómo se habían dado las cosas, sentía que su puesto estaba seguro, que podía correr riesgos sin miedo a perder lo construido ni su reputación.

Cuando vio el proyecto, lo intrigó. El emprendedor que lo presentaba era distinto: transmitía entusiasmo mientras contaba algo que iba en contra de lo que todos creían. “Este tipo quiere romper el molde -pensó Juan-. Lo que propone es ridículo, pero si tiene éxito puedo pasar a los libros de historia”. Ambos, emprendedor e inversor, tenían sueños de grandeza.

Un emprendedor no solo tiene una idea y un sueño, sino que actúa visiblemente persiguiéndolos.

Desde que había accedido al puesto, Juan quería seguir creciendo a partir de inversiones de riesgo. Lo llevaba en la sangre, literalmente: sentía que continuaba lo comenzado por su tío abuelo Enrique, de quien escuchaba, de pequeño, historias increíbles.

Estuvo a punto de levantar el pulgar, entusiasmado por este emprendimiento tan ambicioso, y por este emprendedor tan… emprendedor. Pero, a último momento, prefirió llevarlo al Board, que estaba compuesto por Diego, Rodrigo y Vizinho. Los tres solían tener posturas conservadoras, con frases como “siempre lo hicimos así”, “no se puede”, y “es conveniente no correr riesgos”. Tal vez, porque a diferencia de Juan, eran empleados y habían llegado a esos puestos haciendo política, pisando cabezas y serruchando pisos. Si corrían riesgos y fallaban, había muchos pasantes, juniors y aprendices listos para ocupar sus puestos, haciendo política, pisando cabezas y serruchando pisos.

La forma en que llegamos a un puesto puede determinar cómo llegará el siguiente.

Pasó solo un día, en el que el Board y Juan deliberaron y, en un trámite veloz, le dijeron al emprendedor que no invertirían en su proyecto. Preferían colocar los fondos que administraban en varios proyectos más pequeños de menor riesgo -y menor beneficio.

Triste, nuestro emprendedor salió del edificio pensando en su próximo paso. De alguna manera se parecía a Elon Musk: venía de otro país, se esforzaba mucho y quería cambiar el mundo. Por un segundo, mientras salía a la calle, tuvo miedo de que Juan le robara la idea. No se le había ocurrido hacerle firmar un Non-disclosure Agreement, un acuerdo de confidencialidad. Años después, escucharía el rumor de que Juan había intentado encarar su mismo proyecto y había fracasado. 

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Mantener la idea de un proyecto en secreto es más difícil y dañino que contarla e intentar llevarlo a cabo.

Sabía que tendría que comenzar de nuevo: conseguir un inversor nunca es mandar un mail y que te respondan “sí, dale, venite mañana, justo no hago nada en todo el día y estaba esperando un proyecto como el tuyo de un emprendedor como vos”. Sabía que dinero había, pero tenía que, primero, llegar a mostrar su idea, venderla y enamorar a otro. No había Excel que resolviera el problema.

Conseguir inversores tiene más que ver con la construcción de confianza y la venta de un futuro mejor que con un cash flow descontado.

Decidió, entonces, cambiar el foco. Sabía que tendría que construir relaciones y, como una cadena, ir de eslabón en eslabón hasta el inversor. No conocía la regla de los “seis grados de separación” pero, de alguna manera, la podía imaginar. Si no, no se explica que siguiera insistiendo.

El emprendedor, como el líder, sabe que su visión es posible -aunque no sepa exactamente cómo lograrlo.

En realidad no estaba insistiendo, porque el verdadero emprendedor no repite una y otra vez lo mismo aunque falle. Sabía que existía una forma y cambiando de camino la iba a encontrar.

La diferencia entre insistir y perseverar es que en el primer caso no hacemos más que seguir golpeándonos la cabeza contra la misma pared.

También sabía que era todo un juego de diferenciación, que si hacía lo mismo que todos tendría a los demás como su propio techo: decidió, entonces, ir por un lugar que, para algunos, podía parecer absurdo, pero era más común de lo que creía. Tenía muy claro el foco: era un solo inversor el que podría acompañarlo. Muchos emprendedores fallan porque pierden el tiempo siendo masivos, visitando a todos los potenciales inversores, hasta que se cansan y abandonan.

A veces es mucho más fácil conseguir un cliente o inversor enfocándose en un solo candidato que conseguirlo de una lista de cientos.

El inversor podía haber venido de cualquier sector, al emprendedor no le importaba. Pero pensó en alguien que pudiera tener dinero a disposición y se acercó a la Iglesia. Tras dos años de tocar puertas, reuniones y negociaciones, logró sentarse frente a quien, finalmente, invertiría en su proyecto. Se trataba de una mujer, algo poco usual. Quizás por eso, no le sorprendió que ella derivara el tema a su propio Board.

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Un buen líder es como un déspota ilustrado: pregunta y escucha pero toma sus decisiones en soledad.

Estos asesores, de los más formados y cultos, demoraron más de un año en estudiar el tema y dictaminar, finalmente, que era imposible que el emprendimiento funcionara. El proyecto fue rechazado.

No había nadie más a quien proponerlo así que, luego de un viaje, el emprendedor trabajó en mejorar su “elevator pitch”: le agregó todo lo que venía pensando, los argumentos y contraargumentos y, más de un año después, insistió. O, más bien, perseveró.

Le dijeron que no, nuevamente. “¿Cuántos “no” acepta un emprendedor antes de bajar los brazos definitivamente?”, pensó. El informado lector pensará: “Lo mismo que le pasó a Jack Ma, fundador de Alibaba, luego de ser rechazado de Harvard diez veces, y en treinta empleos distintos”.

Por suerte siempre hay gente terca que quiere cambiar el mundo.

De alguna manera, entendía cada rechazo, se ponía en el lugar del decisor y pensaba que, en esa situación, abrazarse al puesto era más importante que cambiar el mundo. Él también hubiera dicho que no.

No sabía tanto como para entender que el éxito, muchas veces, antecede al fracaso: nos lleva tanto esfuerzo lograr algo que, luego, queremos defenderlo a muerte y dejamos de hacer aquello que nos permitió llegar hasta allí, fracasando por parálisis. El éxito lleva, entonces, muchas veces al fracaso. Pasamos a priorizar el corto plazo sobre el largo.

Que tus éxitos pasados no te paralicen.

Una vez más presentó el proyecto. Esta vez, intervinieron dos personas cercanas al mismo grupo inversor al que, desde hacía años, venía tratando de seducir. Estas dos personas insistieron, vieron algo en el emprendedor y en el proyecto, tal vez su madurez, y lograron el tan difícil sí.

La transitividad de la confianza sirve para vender ideas y proyectos.

Finalmente, el inversor no tenía todo el dinero pero su aprobación hizo simple conseguir créditos. La etapa fue superada y el emprendedor tuvo, entonces, que armar el equipo, comprar “los fierros” y zarpar con su emprendimiento.

Tuvo que correr bastantes riesgos extra para que la inversión alcanzara, especialmente decisiones de recursos humanos, pero estaba tan confiado que siguió adelante. 

Murió pensando que había cumplido con la misión de su emprendimiento. Cada cosa que veía, cada resultado que conseguía reforzaba su idea, de la que estaba convencido, ésa que había repetido en cada una de sus presentaciones a sus inversores y a quien hubiera querido escucharlo. Sin embargo, nunca llegó a saber que se había equivocado: no había logrado llegar a las Indias sino a América.

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El mundo de hoy es consecuencia de los emprendedores de ayer.

¿Serán los emprendedores de hoy los que moldeen el mundo de mañana?

Fuente: https://www.linkedin.com/pulse/s05e15-la-epopeya-de-conseguir-inversores-leo-piccioli

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