Por Francisco-Manuel Nácher
El tiempo no existe. No es real. Es, simplemente, una ficción, un instrumento, un medio para orientarnos en la vida, relacionando distintos acontecimientos de nuestras existencias, de las de los demás o de la misma naturaleza.
La Tierra gira en torno al sol. Y, al conjunto de acontecimientos cíclicos y, por tanto, fijos, que tienen lugar desde que una revolución comienza hasta que termina, lo llamamos año. Y, como durante ese proceso el sol sale y se pone por nuestro horizonte trescientas sesenta y cinco veces, hemos llamado día a lo que sucede entre cada dos de esos fenómenos sucesivos. Y luego hemos dividido el día en veinticuatro horas, aunque podíamos haberlo dividido también en catorce o en treinta y siete. Y a cada parte la llamamos hora.
Y la hora la hemos, convencionalmente siempre, subdividido en sesenta minutos y a cada uno de éstos en sesenta segundos… Pero todo es pura convención, lo mismo que cuando trazamos una frontera y decimos que en la línea que la representa comienza un país y termina otro. Porque esa ficción nuestra nunca la aceptan ni la respetan los vientos ni la lluvia ni la flora ni la fauna, sencillamente porque es algo artificial, una simple ideación, sin existencia real fuera de nuestras mentes, aunque la plasmemos en los mapas. Lo que sí existe, lo que sí se da y es inevitable, sin embargo, es la sucesión de hechos, así como su gestación, nacimiento y desarrollo. Y la influencia que sobre todos nosotros ejercen.
Pensemos sino un poco: ¿Es realmente el paso de lo que llamamos cincuenta o sesenta o setenta años lo que nos hace cambiar de aspecto, envejecer, aproximarnos inexorablemente al fin de nuestra vida física? ¿O lo que nos hace avanzar en ella, en ese proceso de enfermos terminales en que todos estamos incursos desde el momento de nacer, son las agresiones de que vamos siendo víctimas? ¿Qué tiene, en realidad, el tiempo que nos pueda perjudicar?
Lo que verdaderamente nos hace cambiar y decaer, como hemos dicho, son los acontecimientos, las vicisitudes de la vida, las variaciones a que la naturaleza nos somete, las influencias de las vibraciones y radiaciones que por todas partes nos acometen, las emociones, las pasiones, los sentimientos, los pensamientos, las ideas, los razonamientos, las enfermedades… Eso sí que nos envejece, eso sí que modifica, aparentemente para mal, nuestras estructuras externas e internas. Eso sí que surte efecto, un efecto fatal e inevitable, que nos va conduciendo a la consunción, a la cristalización, a la disfunción y a la inmovilidad física que llamamos muerte. Lo mismo que no son los años los que erosionan los montes ni los que socavan las rocas, sino el viento y el agua y el calor y el frío. Pero nunca el paso del tiempo, porque el tiempo no pasa, ni siquiera es.
Son, pues, las primaveras y los veranos y los otoños y los inviernos sucesivos los que nos van continuamente obligando a adaptarnos a ellos con los consiguientes desgastes y cansancios y heridas y cicatrices de todo tipo. Son el calor y el frío sucediéndose sin interrupción, miles de veces, los que nos resquebrajan por dentro y por fuera. Son los disgustos, los problemas, los sinsabores, los fracasos o los éxitos, las ilusiones y los sueños, las amistades y las diferencias, las fidelidades y las deslealtades, y el valor que vamos dando a todo ello en cada momento, los que nos van madurando hacia la influencia final que producirá el último estertor de nuestro cuerpo.
Una desgracia familiar, la muerte de un ser querido, por ejemplo, que puede suceder en minutos, puede también envejecernos lo que, sin ese suceso extraordinario, envejeceríamos en lo que hemos dado en llamar veinte años, o sean, los sucesos normales que pueden acaecernos en una vida sin demasiados altibajos durante lo que hemos convenido llamar ese período. Pero no los veinte años en sí.
Si nos fuera posible hacernos inmunes a las inclemencias meteorológicas, a las múltiples enfermedades que nos acosan, a las agresiones físicas, psíquicas y emocionales a que nos someten los demás e, incluso, nosotros mismos; si las vibraciones estelares no nos pudiesen alcanzar o, alcanzándonos, no nos afectaran, por muchos años y por muchos siglos que transcurrieran, no envejeceríamos… Los animales, que no conocen nuestras ficciones, también envejecen y llegan a la muerte sin tener la menor noción de los que es un año ni un mes ni siquiera una hora.
Pero si pudiésemos ser inatacables por todos esos enemigos, lo que ocurriría es que tampoco aprenderíamos nada y, por tanto, no evolucionaríamos. Conviene, pues, que tengamos claro que el tiempo no nos afecta, ya que no existe, pero nos afectan, y mucho, las cosas que nos suceden. Y sólo ellas.
Por tanto, no debemos temer el paso del tiempo. No debemos asustarnos ante algo inexistente. Lo que hemos de evitar son los acontecimientos que nos hagan vibrar intensamente. Por eso lo que se nos recomienda por nuestra filosofía es mantenernos tranquilos y equilibrados en toda situación. Es decir, comportarnos ante los sucesos que a otros les pueden trastornar o afectar, como si no fuesen con nosotros, gracias a un discernimiento bien desarrollado.
Por supuesto, el efecto de los sucesos o procesos inevitables de la naturaleza no podremos obviarlo, porque así está dispuesto en los planes del Creador. Pero lo otro sí, lo que ordinariamente ponemos de nuestra propia cosecha: el atacar nuestro cuerpo con vicios o hábitos o comportamientos agresivos; el estar nerviosos y estresados y asustados; el temer al futuro, faltos de confianza en nuestra fuerzas y de fe en la ayuda divina; el afectarnos por cuanto sucede en nuestro entorno; el vivir una vida de negatividad y de egoísmo, que nos enfrenta a todos; el dejar de ejercer el amor y la entrega y la sinceridad y la confianza, el sacrificio y la caridad y el servicio altruísta y la oración… eso sí que nos afecta y nos envejece por dentro y por fuera.
La eterna juventud, pues, no existe ni existirá mientras dispongamos de cuerpo físico. Pero sí existe una juventud prolongada o, por lo menos un espíritu joven prolongado. Y ésa debe ser nuestra consecución, pero no como objetivo, como una meta a alcanzar, sino como un subproducto inevitable de una vida sana física, mental, emocional y espiritualmente. Es decir, una existencia ajustada lo más posible a las exigencias de las leyes naturales, a las Enseñanzas de nuestra filosofía.
Fuente: NO PASAN AÑOS, PASAN COSAS .Francisco-Manuel Nácher