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Volar por encima del radar.

Por Margara Ferber

Malena recuerda con emoción el día en que se recibió como ingeniera. El abrazo de su abuelo materno, un hombre humilde de familia de inmigrantes, y las lágrimas contenidas de su padre, escondidas en un abrazo apretado. Su padre había quedado huérfano muy joven y había tenido que abandonar los estudios para hacerse cargo de un pequeño negocio familiar. Su madre, ama de casa, siempre la había empujado a estudiar, desde chiquita le decía que era brillante. La presión por recibirse, de convertirse en la primera profesional en su familia, la había mantenido motivada (y con un estrés poco saludable) durante toda la carrera.

Malena había sido una alumna destacada, pero a costa de mucho esfuerzo. No se consideraba muy inteligente; nadie imaginaba lo que se había quemado las pestañas para poder recibirse. A Malena la avergonzaba cuando escuchaba que su madre decía con orgullo que su hija había podido elegir entre varias ofertas de trabajo antes de colgar el título en la pared, porque sabía que había sido así debido a dos motivos: era muy simpática —algunos profesores la habían recomendado en sus empresas— y tenía amigos con buenas conexiones. Además de que había tenido mucha suerte, porque una de las personas que trabajaba en recursos humanos de la empresa que la contrató, conocía a su prima.

Esa suerte se mantuvo. Le cayó en gracia a su jefe y entre eso y que trabajaba duro (¡seguía quemándose las pestañas!) tuvo un par de rápidos ascensos.  De pronto, se encontró al mando de un equipo de veinte personas, la mayoría hombres más grandes que ella y con antigüedad en el sector. Seguro que se preguntaban qué hacía ella ahí. Ella también se lo preguntaba. De alguna manera, había logrado engañar a la dirección que, por algún motivo inexplicable, entendía que era adecuada para la posición. ¡Si supieran el esfuerzo que le demandaba conseguir resultados! Chequeaba y volvía a chequear, dos y hasta tres veces, cada paso de los proyectos a su cargo para estar totalmente segura de que todo estaba perfecto.

Para ponerse a la altura, se anotó en el MBA y casi más tuvo un infarto cuando recibió la lista de participantes; notoriamente no encajaba. Había personas mucho más preparadas que ella. Para peor, había ganado una beca a la excelencia (debía de ser la única que aplicó) y la empresa le había pagado el 80 % de la matrícula. Iba a hacer un papelón en el máster y en su trabajo se iban a dar cuenta de que no estaba a la altura de lo que demandaba el puesto. La presión la ahogaba y las evaluaciones del primer trimestre lo confirmaron; si bien no tuvo ninguna nota insuficiente, porque sus exámenes habían sido todos excelentes, apenas había tenido una actuación aceptable porque participaba poco en clase. Es que no levantaba la mano salvo que estuviese totalmente segura de que lo que iba a decir era la solución. Mejor pasar desapercibida que exponerse a ser descubierta.

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EL SÍNDROME DEL IMPOSTOR

Malena nunca había escuchado hablar del síndrome del impostor. Por eso, cuando entendió de qué se trataba, lo primero que sintió fue un gran alivio. Entonces, eso que le pasaba, ¿era normal? Tanto, que el 75 % de las mujeres y el 50 % de los hombres lo han experimentado alguna vez.

El síndrome del impostor, o la experiencia del impostor, porque no se considera una patología médica, es la creencia de que no somos tan inteligentes ni competentes ni talentosos como otras personas piensan que somos. Es entender que todos nuestros éxitos se han debido a factores externos (simpatía, contactos, suerte) y nuestros fracasos a motivos interiores (es que realmente no sirvo para esto). A diferencia de la baja autoestima, que suele ser un sentimiento común a todas las áreas de la vida, el síndrome del impostor suele darse solamente en ambientes competitivos como son el trabajo y la universidad.

Según Valerie Young, autora del libro Los pensamientos secretos de las mujeres exitosas y reconocida experta del síndrome del impostor, existen tres herramientas fundamentales para combatirlo.

La primera, normalizar la situación. Es darse cuenta de cómo nos sentimos y de que no estamos solos. Diría Whitmore, uno es capaz de controlar solamente aquello de lo que tiene conciencia. La conciencia empodera. Ayuda conversarlo, pero no hay que quedarse ahí. Hay que buscar el origen de estos sentimientos, el contexto es fundamental: en el caso de Malena, manejar las expectativas de ser la primera profesional en su familia y mujer en un sector predominantemente masculino son dos reconocidos disparadores del síndrome.

Una segunda herramienta es cambiar de forma consciente cómo se piensa. Según Young, la única diferencia entre alguien con el síndrome del impostor y alguien que no lo tiene es cómo reaccionan interiormente ante una misma situación. Por ejemplo, al cometer un error, alguien con el síndrome del impostor puede decirse que sucedió porque es incompetente, mientras que alguien que no lo sufre piensa que tiene derecho a equivocarse alguna vez (por supuesto, si los errores son continuos, puede hacer falta más capacitación o quizás se está en el trabajo equivocado).

La mejor manera de dejar de sentirse como un impostor es aprender a pensar como un no impostor, sabiendo que los sentimientos serán lo último en cambiar; primero hay que mudar los pensamientos, luego los comportamientos y, con el tiempo, los sentimientos pueden desaparecer…

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O no. De ahí que la tercera herramienta sea seguir haciendo lo que hay que hacer, a pesar de los pesares. Sin paralizarse, pero también sin exigirse de más. Las personas que experimentan el síndrome del impostor invierten inconscientemente mucha energía en manejar la ansiedad de ser descubiertos y en estrategias para evitar que esto suceda. Algunas de ellas son volar bajo para pasar inadvertidos, autosabotearse, exigirse más de la cuenta o sobreprepararse. En el ejemplo de Malena, hacer lo que hay que hacer sería animarse a levantar la mano, aunque no esté segura del resultado; es confiar en que el trabajo está bien hecho sin necesidad de verificarlo tres veces. Actuar como si tuviera la confianza que le falta. Lo contrario son formas de protegerse que pueden dar buenos resultados, pero que suelen tener un costo muy alto en el bienestar emocional y perjudicar la trayectoria profesional.

Si el 75 % de las mujeres y el 50 % de los hombres han experimentado el síndrome del impostor alguna vez en su trabajo, es probable que, como Malena, conozcas el sentimiento. Normalizarlo, trayéndolo a la conciencia para controlarlo, aprender a pensar como un no impostor y seguir haciendo lo que toca para avanzar, a pesar de los pesares y demostrando una confianza que no tienes, son buenos consejos. El sentimiento es lo último que va a cambiar y quizás nunca desaparezca completamente, pero se puede dominar sin dejar la salud y la felicidad por el camino. Hacerlo por uno mismo y por los demás, porque, como afirma Young, todos perdemos cuando las personas brillantes vuelan debajo del radar.

Fuente: https://www.hacerempresa.uy/edicion-career-management-volar-por-encima-del-radar/

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